El pequeño cuarto del hospital había empezado a sentirse como una caldera hirviendo desde que Misael llegara. La ventana seguía cerrada y no parecía haber algún otro sistema de ventilación. Todavía pululaban en el viciado aire las dispares esencias de los funcionarios que habían desfilado junto a la camilla de Sara todo el día.
La palidez mortecina contrastaba con el ardiente rojo de sus mejillas, donde la sangre se acumulaba.
No se había atrevido a alzar la mirada. Tampoco le reclamó cuando él abrió la ventana, sólo jaló las sábanas y se tapó hasta el cuello.
Misael volvió a su lado. Ella siguió con la vista fija en el suelo.
—Mírame, Sara.
La palabra maldita, la orden que se le daba a la conciencia misma y de la que nunca había podido escapar.
Esta vez no sintió la necesidad ni la urgencia de mirarlo. Se rascó el hombro. Fueron los dedos de Misael los que la guiaron a sus ojos con un suave toque en el mentón.
—¿Cómo te sientes?
—Confundida... asustada. También muy enojada... Todo se