—Entra.

Me dice la persona que me trajo hasta aquí, sin mirarme siquiera, con esa voz grave que parece una orden más que una invitación.

Trago saliva y obedezco. subo sentandome en el asiento quedando frente a la persona que me da escalofríos , como si el aire en el lugar se hubiera vuelto más denso.

—¿A qué juegas? —dice la persona que tengo enfrente.

Su tono me atraviesa como un látigo. Me mira con frialdad, con ese tipo de mirada que incomoda, que obliga a bajar los ojos, pero no lo hago. Me quedo inmóvil, aunque siento cómo mis rodillas tiemblan.

Intento hablar, pero la voz se me quiebra. No sabía que podía tartamudear hasta este momento. Mis manos sudan, y los latidos del corazón me retumban en los oídos, tan fuertes que apenas puedo escuchar mis propios pensamientos.

—¿Disculpe? —digo al fin, torpemente. No sé de qué habla. Es lo único que logro pronunciar sin perder completamente la compostura.

—¿Segura que no eres sorda? —me dice, molesto, y se recarga en el respa