Max
—¿Papi?
Su vocecita me detuvo en seco.
Me giré y la vi en el pasillo: vestía su pijama de conejitos, el peluche apretado bajo el brazo y los párpados a medio caer.
—¿No vas a acostarte conmigo?
Tragué saliva. Ese día me había pasado por encima como un camión, pero ella... ella era mi lugar seguro.
—Claro que sí, Motita —le dije, y le sonreí como si no llevara el pecho roto.
Se acercó y la levanté con facilidad. Se aferró a mí como si supiera que yo necesitaba ese abrazo más que ella. Apoyó la cabeza en mi hombro y suspiró bajito.
La llevé hasta su cama con pasos lentos, porque tal vez cargarla me diera tiempo para pensar, o... para no pensar en absoluto.
La arropé con cuidado, acariciándole el pelo. Su calor, su olor, su respiración... todo eso me mantenía de pie.
—¿Estás triste? —preguntó, sin abrir los ojos del todo.
—¿Yo? —le respondí, obligando a salir una sonrisa—. ¿Cómo podría estar triste, teniendo a la niña más hermosa e increíble del mundo a mi lado?
Magda hizo un ruidi