Pierre
Salí de esa maldita celda con los nudillos todavía tensos y el dolor de los dientes del mocoso ardiendo en mi piel.
El maldito escarabajo se atrevió a atacarme.
¿A mí?
Un niño de cinco años. Sangre de esa suc¡a zorra y ese hijo de put∆. Qué irónico.
Qué patético.
Empujé la puerta de mi oficina de un golpe, listo para romper algo, pero lo que vi me detuvo en seco.
Lucile estaba sentada como una reina en mi sofá, cruzando las piernas con la elegancia de una serpiente lista para devorar.
A su lado, la rubia que ya había visto antes. Esa que se paseaba en videos viejos como si fuera parte de la familia Salvatore.
La miré con una ceja levantada. No tenía el cuerpo erguido ni la mirada altiva que siempre mostraba, pero era la misma persona, ¿no?
—¿Así que esta fue tu carta secreta? —dije, cerrando la puerta con lentitud—. ¿Qué fue lo que la llevó a traicionar a Salvatore?
La rubia me miró directo a los ojos, sin titubear. Pero antes de que pudiera responder, Lucile soltó una carcaja