Narrador
Las horas pasaban lentas en aquella habitación cerrada, tan fría y silenciosa que parecía tragarse hasta los suspiros.
La luz que entraba por la rendija de una persiana rota apenas alcanzaba para distinguir las figuras de tres pequeños cuerpos acurrucados en un rincón.
Magda sostenía entre sus brazos a Iris, que temblaba, no solo de frío, sino de fiebre. La niña respiraba despacio, con ese silbido entrecortado que ya no le era extraño.
—Ya va a pasar… —susurró Magda, más para convencerse a sí misma que para calmar a su hermana.
Max se sentó cerca de la puerta, rígido como una estatua pequeña. Como si, con solo estar allí, pudiera proteger a sus hermanas si alguien se atrevía a entrar.
Su carita estaba seria, tensa, demasiado inmóvil para un niño tan pequeño. No había soltado una lágrima, pero el labio inferior se había vuelto rojo, irritado, pelado de tanto morderlo en silencio.
Era su forma de aguantar.
De no quebrarse.
De ser fuerte… aunque por dentro temblara.
—¿Por qué