Paulina
La camioneta avanzaba por el camino de tierra. Cada piedra y bache me arrancaba un pedazo del alma.
Afuera, el bosque se cerraba sobre nosotros. Los árboles parecían mirarnos con burla, testigos silenciosos de nuestra desesperación.
La tierra se levantaba en nubes finas a cada metro, cubriendo el parabrisas de una niebla sucia que no se iba ni con el limpiador.
Yo no podía respirar.
No porque faltara oxígeno, sino porque el aire estaba hecho de miedo.
A mi lado, Max no decía nada. Tenía los nudillos blancos de tanto apretar el volante. La mandíbula tensa. Ni siquiera parpadeaba. Pero yo lo conocía demasiado bien.
Por dentro, estaba tan roto como yo.
—Esto es mi culpa —susurré, mirando el camino—. Tendría que haberlos protegido mejor…
—Paulina —dijo, apenas girando la cabeza—, no digas eso.
—¡Pero es verdad! —estallé—. No tenía que haber confiado en nadie. ¡Ni siquiera en nuestra habitación! ¡Yo no debería haberlos dejado ir con nadie! ¡Nunca debí separarme de mis hijos!
Mi vo