Paulina
Me desperté sintiendo la garganta seca. Tenía la cara pegada a la almohada.
Mi cuerpo estaba todavía entumecido.
Abrí los ojos despacio. La luz del sol entraba por las cortinas, cálida, suave… y traicionera. Porque el día había llegado, y con él, la realidad.
Me incorporé como pude, sin hacer ruido.
Y lo vi.
Aníbal estaba sentado en la silla. Tenía los codos apoyados en las rodillas, la cabeza inclinada hacia abajo.
Parecía que no había dormido. O si lo hacía, lo hacía a medias. Su postura era tensa, como si incluso en el sueño necesitara estar listo para algo.
Me quedé mirándolo unos segundos. Su presencia no me incomodaba… pero el miedo sí.
—Aníbal —dije, con voz baja.
Levantó la cabeza enseguida... como si hubiera estado esperando que hablara. Tenía las ojeras marcadas y el ceño fruncido. Me miró, se acercó despacio.
—¿Estás bien? —preguntó, dando un paso hacia la cama.
Asentí. Aunque no estaba bien. Pero no tenía fuerzas para repetirlo.
—Tienes que irte —susurré—. Ya es d