Un accidente inesperado

La lluvia caía con fuerza sobre Nueva York, como si el cielo llorara lo que Fabiola y Austin no sabían cómo llorar. Era la madrugada de un jueves cuando Austin llegó a casa. El reloj marcaba las 3:47 a.m. El ruido de la puerta al cerrarse despertó a Fabiola, que llevaba semanas sin dormir bien. Su vientre estaba sensible, su alma más aún.

—Llegas apestando a whisky y pólvora —susurra ella desde la escalera, con una manta sobre los hombros.

Austin se quedó en la entrada, sin quitarse el abrigo, mirándola desde abajo.

—Teníamos una cena con clientes. No podía salir antes.

—Siempre tienes una cena. Siempre tienes una llamada. Siempre tienes algo más importante que nosotros —responde con voz temblorosa—. Estoy de un milagro y tú no estás embarazada. Nunca estás.

—Voy a tomar un baño, hablamos cuando termine.

Él sube los escalones. Los ojos de Austin mostraban ojos y algo más: una rabia contenida, una impotencia que ya no sabía a quién lanzar. Sabe que prometió algo que no estaba cumpliendo. Ella lo sigue irritada.

—¿Te atreves a darme la espalda e ignorarme?

—Crees que esto es fácil para mí? ¡Todo lo que hago es por ustedes!

—No, Austin. Todo lo que haces es por el nombre Costelo. Por tus negocios. Por tu padre. Por esa maldita empresa que huele a sangre. ¡Mírame! ¡Estoy sola en esto!

Fabiola retrocedió sin darse cuenta y pisó mal. El grito salió de sus labios antes de que Austin pudiera alcanzarla.

—¡Ahhh!

—¡Fabiola!

Rodó por la escalera como si el tiempo se congelara entre cada escalera. Su cuerpo golpeó con fuerza el piso de mármol al bajar rodando algunos diez escalones. La sangre comenzó a manchar su bata blanca al instante.

Austin bajó corriendo, arrodillándose junto a ella, temblando. Su voz quebrada gritaba su nombre como una súplica:

—¡Fabi! ¡No! ¡No, por favor, no!

El llama a emergencias.

—«No la mueva, estaremos allá en cinco minutos o menos»

Una ambulancia no tarda en buscarla.

El hospital olía a cloro y muerte.

—Lo siento mucho, señor Costelo. No logramos salvar al bebé. Ella sobrevivió, pero… necesitará tiempo. Mucho—le anuncia el doctor unas horas después.

—No puede ser.

—Será difícil que quede embarazada pronto y no se lo recomiendo. Su cuerpo no soportará el proceso de conservar una vida.

Minutos después, Austin quedó sentado en la sala de espera, solo. Tenía las manos ensangrentadas, y no sabía si era de Fabiola, del bebé o suya por lo fuerte que presionaba sus puños al sentirse impotente a la situación.

Los siguientes días fueron silenciosos. Fabiola no hablaba. No lloraba. Solo permanecía en la cama, mirando la ventana.

Austin intentaba cocinarle, hablarle, acercarse. Pero ella ya no estaba allí. Solo su cuerpo herido. Solo su alma vacía.

Él también estaba roto. Se culpaba por no haber llegado antes. Por no haber estado. Por no haber renunciado a todo por ella.

—Perdóname… —susurra una noche, sentándose en el borde de la cama—. Te fallé.

Fabiola lo miró sin expresión.

—Y yo a él —respondió con un hilo de voz—. No lo cuidé bien. Se fue por mi culpa. No deberías enfrentarte. Mi hijo estaría aquí.

Así vivieron por semanas. Un hogar lleno de tensión, de miradas huecas, de palabras sin dirección. Austin no dejó de ir a la oficina. Fabiola dejó de hablar con su familia o la de él. Ambos se convirtieron en fantasmas. Austin contrato una chica para que le hiciera compañía y lo mantuviera informado, con la excusa de tener una sirvienta.

El pequeño ataúd blanco parecía demasiado frío. Demasiado cruel para alguien que ni siquiera respiró.

Austin estaba solo, vestido de negro. Sostenía una rosa en la mano mientras los sacerdotes murmuraban palabras que no escuchaba.

Fue entonces cuando llegó Demetrio.

Con él, un niño de seis años.

—Siento mucho tu pérdida, Austin —dijo, con la voz grave y una mirada inesperadamente solemne.

El niño junto a él miraba con curiosidad la tumba. Tenía el cabello castaño, rebelde, y los ojos… los ojos eran idénticos a los de Austin cuando era niño.

—Él es mi hijo —añadió Demetrio—. Casio. Lo traje porque quería enseñarle sobre la muerte. Y el respeto.

Austin lo miró con algo que no supo interpretar. Un vacío más profundo que el que ya tenía.

—Gracias por venir —dijo simplemente.

Cassius se acercó al ataque y, sin que nadie se lo pidiera, dejó una pequeña flor azul junto a la rosa de Austin. Luego miró al hombre de traje oscuro y le preguntó:

—¿Ese bebé era tuyo?

Austin se arrodillo a su altura y ascendió.

—Sí. Era mi hijo.

Cassius lo observa fijamente. Luego, con la inocencia de los niños, tomó su mano.

—Lo siento. Pero si necesitas un amigo... puedo prestarte uno de mis juguetes.

Austin sonriendo débilmente, con los ojos empañados.

—Gracias, pequeño.

Demetrio los miraba de reojo. No dijo nada.

No sabía que Cassius era hijo de su socio que pronto se convertiría en su enemigo. Aunque Demetrio no sospechaba que conocería al padre del niño porque años atrás eliminó la persona que creyó era el padre. Por eso crió al hijo de la mujer que ama como un Gambino.

Demetrio no sabía que ese hombre frente a él, que lloraba por su bebé muerto, es el padre biológico de su hijo de crianza.

Tampoco sabía que su esposa, Celine, había amado solo una vez en su vida: a Austin Costelo. Y que éste ahora, en silencio, lloraba en su habitación por un niño que jamás conocería.

El destino tenía maneras crueles de entrelazar los caminos.

Y Austin… empezaba a sospechar que algo en todo esto le faltaba. Algo más profundo que la pérdida de un hijo. Algo que el tiempo, y la verdad, tarde o temprano, pondrían sobre la mesa.

Desde aquella tarde gris en el cementerio, algo en Austin había cambiado. No podía explicarlo, pero cada vez que veía a Cassius, sentía un tipo de conexión extraña, como si lo conocía desde siempre. El niño lo miraba con una mezcla de respeto y curiosidad. Tenía los mismos ojos azules que él, pero Austin no se atrevía a pensarlo demasiado. No quería sonar como esos hombres que ven fantasmas del pasado en todos lados.

¿Porque él niño se parece tanto a su yo del pasado, cuando tenía su misma edad?

Se dio cuenta con los cientos de fotos que conservó su abuela.

Demetrio, confiado en la estabilidad de su alianza con los Costelo, había comenzado a llevar al pequeño Cassius a la oficina con más frecuencia cuando Celine estaba muy ocupada con su negocio de modas online. Decía que era para que el niño “fuera aprendiendo del negocio desde temprano”, como había hecho él. Pero la realidad era que le gustaba mostrarle al niño, como si fuera una extensión de sí mismo.

—Ese chamaco será más listo que todos nosotros juntos —decía Demetrio con una carcajada gruesa, mientras le daba una palmadita al niño en la cabeza.

Austin, sentado frente a ellos con su whisky habitual, sonreía sin decir nada. Había algo en Cassius que no podía dejar de observar. Un gesto, una forma de mirar, la manera en que fruncía el ceño cuando algo no le gustaba, o ese lunar en su clavícula o en el rabillo del ojo al igual que él. Lo hacía igual que él cuando tenía seis años.

Una tarde, después de una larga reunión sobre nuevos movimientos en el puerto, Austin se quedó conversando a solas con el niño mientras Demetrio se ocupaba de una llamada urgente.

—Y tu mamá ¿cómo se llama? No viene por aquí ¿No se pone guapa cuando tu papá te trae?—le pregunta con voz tranquila, pasándole un dulce desde su escritorio.

Cassius lo mira, toma el dulce y responde con total naturalidad:

—Céline.

Austin se quedó en silencio.

Ese nombre.

El mismo que había escrito tantas veces en su diario. El que había quemado en el patio de su casa cuando creyó que ya no debía recordarla. El que había evitado ver cada mañana en el anuario escolar, junto a una sonrisa que lo había marcado en lo más profundo. Céline. ¿Su primer amor? ¿Su herida sin cerrar? ¿la cicatriz que pensó que el tiempo había curado?

Se aclara la garganta y finge una sonrisa. Debía ser una coincidencia.

—Bonito nombre —dijo simplemente.

Cassius avanzó y siguió dibujando con unos lápices que tenía en su mochila. Un dibujo de un barco, con un muelle al fondo, y dos figuras en la cubierta. Un hombre alto y un niño pequeño.

Austin no podía apartar la mirada.

Demetrio volvió minutos después, sin notar nada extraño.

—Este muchachito va a ser capitán antes que todos ustedes —bromeó, viendo el dibujo por encima del hombro de Cassius—. Igualito a su padre.

Austin desvió la mirada hacia la ventana.

Porque, aunque aún no lo sabía, Cassius era suyo.

Y el nombre de Celine... estaba a punto de reaparecer con más fuerza de la que jamás imaginó.

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