Dulce encuentro

Al día siguiente, Demetrio también se llevó al niño a la oficina luego de ir a buscarlo al jardín de niños.

—¿Puedes cuidarlo un momento? Su madre viene por él. Tengo que hablar con el contador —le dijo Demetrio, ya con la oficina medio vacía y el sol cayendo tras los ventanas—. No tardo, está entretenido con sus lápices.

Austin se movió desde el sofá, y Demetrio salió del despacho, dejando a Cassius con su taza de jugo y una hoja nueva para dibujar. El silencio entre ellos era cómodo. Austin se estiró en su sitio y lo observó un rato.

— ¿Qué estás dibujando ahora? —pregunta.

—A ti. Y a mí. —dijo Cassius con una sonrisa tímida.

Austin se sintió desconcertado. Se levantó y rodó el escritorio para ver mejor. En el papel, la figura de un hombre de traje y barba aparecía junto a un niño con gorra. Detrás, un barco enorme. El nombre en el casco: Costelo.

—¿Cómo sabes que ese es mi barco? —pregunta en voz baja.

—Porque dijiste que lo construyes tú. Mi papá dice que tú eres importante. —Cassius levanta la vista—. Y se parece a ti, ¿no?

Austin se movió lentamente. Ese niño tenía una forma de ver el mundo que le revolvía el pecho. Su inocencia, su inteligencia, su... parecido. Todo era como un golpe suave, constante. Una gota que cavaba, una voz que empezaba a gritar en su interior.

Cassius dejó los lápices y miró alrededor.

—¿Puedo ir al baño?

—Claro, ven, te llevo. —Austin se levantó y lo acompañó al baño privado del ala ejecutiva. No confiaba en dejarlo ir solo por los pasillos. Mientras caminaban, el niño hablaba sin parar.

—Mi mamá dice que las cosas importantes se hacen con el corazón. Pero papá dice que se hacen con la cabeza. Yo creo que se hacen con los dos. ¿Tú qué crees?

Austin sonrió.

—Creo que eres más sabio que los dos.

Cassius rió con orgullo. Una vez dentro del baño, Austin esperaba afuera con los brazos cruzados, sin poder evitar pensar en Celine. ¿Sería ella? ¿Céline... su Celine? ¿Qué clase de broma cruel le estaba jugando el destino?

Cassius salió luego de lavarse las manos, y cuando Austin le tendió una toalla, notó el brazalete trenzado en su muñeca que escondía su camisa. Era viejo, hecho a mano, de hilos rojos y negros.

—¿Dónde conseguiste eso?

—Mi mamá me lo dio. Dijo que lo tenía guardado y me lo dio cuando se lo pedí.

Austin sintió que el corazón se detenía un segundo.

Él había tenido uno igual.

—¿Te lo dio Celine? ¿Tu mamá? —preguntó con la voz extrañamente ahogada.

Cassius ascendió, como si no fuera gran cosa.

Austin respiró hondo. El pasado empezaba a tomar forma. Una silueta familiar que se dibujaba como niebla alrededor del niño. ¿Era posible? ¿Podría ser él su hijo? ¿El hijo de Celine? No, no puede ser posible. ¿Como pudo haberlo concebido? Debe ser su maldita imaginación y el hecho de que perdió a su bebé con su esposa.

—Será mejor que regresemos.

La tarde es tibia en Nueva York, y los últimos rayos atravesaban los ventanas del piso ejecutivo de Costelo Shipping Enterprises. Austin llevaba a Cassius de la mano, caminando por el pasillo de mármol gris. El niño le hablaba animadamente sobre un nuevo barco de juguete que quería, sobre piratas, y sobre cómo su papá —Demetrio— le había prometido llevar un día a ver los buques de verdad.

Austin lo escuchaba, pero su mente estaba en otra parte.

Ese niño... algo lo removía desde dentro.

—¿Te duele algo, Austin? —pregunta Cassius, frunciendo el ceño.

Austin le sonrió.

—No, campeón. Solo pensaba... cosas de adultos.

Estaban cruzando la recepción de ese piso, cuando se abrieron las puertas del ascensor.

Y ella apareció.

Con un vestido azul marino, largo hasta las rodillas, y una chaqueta beige clara. El cabello castaño lo llevaba suelto, con ligeras ondas, y los ojos verdes... los mismos que había visto tantas veces en sus recuerdos, en sus sueños, en las páginas quemadas de su diario. Se le detuvo el corazón. Literalmente.

Céline.

Ella.

La mujer que le había robado la paz a los diecisiete años.

Sus miradas se cruzaron.

Y el mundo dejó de girar.

Celine quedó estática. Por un instante, pensó que había muerto. El alma se le quiso salir por los ojos. Sentía un hormigueo en la espalda, la piel erizada, los pulmones vacíos. Austin Maximiliano Costelo estaba ahí. De pastel. Con su hijo. De la mano. Como si el universo le estaría jugando la broma más pesada de todas.

Su garganta emitió un sonido apenas audible.

—Austin...

El niño la soltó, corriendo hacia ella.

-¡Mamá!

Celine lo abrazó como si fuera a desaparecer. Su cuerpo temblaba. Su corazón latía tan fuerte que creyó que todos lo oían.

Austin, mientras tanto, se mantenía quieto. Tenso. Como si una bomba hubiera explotado en silencio dentro de él. Solo la recuerda como la foto que vio en su anuario y en su álbum de fotos.

—Mamá, él me cuidó hoy. Me dejé dibujar y me dio caramelos. Es bueno —dijo Cassius con entusiasmo.

Celine tragó saliva. Su mirada se posó de nuevo en él. El mismo lunar. El mismo perfil. La misma mandíbula firme. Pero... ya no era el adolescente dulce que le prometía amor eterno en una banca del parque. Era un hombre hecho y derecho. Frío. Elegante. Peligroso. Distante.

Demasiado distante.

—Hola, Celine —dijo él finalmente, extendiéndole la mano como si fueran dos completos desconocidos—Me llamo Austin, socio de su esposo.

Ella parpadeó. Un temblor recorrió su brazo, pero lo disimuló. Le estrechó la mano. Fría. Firme. Como si el pasado no hubiera existido.

—Hola —responde pensando que está mirando mal.

Justo entonces llegó Demetrio. Vestido de traje, corbata desajustada, teléfono en la mano y un gesto triunfal.

—Mi reina —dijo con cariño, y la besó en la boca frente a Austin.

Austin apretó los dientes. Y irritante. Una sonrisa hueca.

Demetrio se giró hacia él.

—Austin, te presento a mi esposa. Céline.

—Un placer —dijo Austin, dándole nuevamente la mano a Celine, como si se vieran por primera vez.

Ella se sintió como si cayera al vacío. ¿Demetrio realmente no sabe quién era él? ¿Su socio? ¿Acaso volvió para reclamarle? ¿Qué significaba todo eso? ¿Sabe de la existencia de Cassius y viene a causar problemas?

Demetrio no notó nada. Siguió hablando de negocios, del nuevo cargamento que saldría de Lisboa, de la ruta con menos vigilancia. Austin apenas escuchaba. Sentía un zumbido constante en los oídos. Y las palabras "mi esposa" aún retumbaban como disparos en su cabeza.

Cassius jugaba con su mochila en el suelo cuando llegaron a la oficina y Demetrio mandó a preparar café. Celine lo miró, luego a Austin, y no sabía si quería llorar o gritar.

¿Qué diablos estaba pasando?

Cuando se despidieron, Demetrio le pidió a Austin que los acompañara al ascensor. Solo por cortesía. Austin aceptó. Camino con ellos en silencio. En el reflejo del ascensor vio el rostro de ella. Confundido. Herido. Lleno de preguntas.

Él no dijo nada.

Ella tampoco.

—Nos vemos en la cena, hermano —dijo Demetrio con una palmada en el hombro.

Las puertas se cerraron.

Y Austin se quedó solo.

Solo con sus pensamientos. Solo con sus sospechas. Solo con una certeza: esa mujer era Celine. Su Céline. La que besó en sus sueños, la noche del baile. La que le dijo “te amo” con una voz temblorosa y ojos llorosos mientras se entregaba a él. La que desapareció sin decir nada. La misma que no lo buscó. La que, seis años después, le devolvía un hijo con su mismo lunar y su mismo ceño.

Pero no dijo nada.

Porque en ese mundo, los errores se pagaban caro. Y los secretos... aún más.

Horas después...

Austin estaba en su apartamento, de pie frente al ventanal, con un whisky en la mano y las luces de la ciudad parpadeando como estrellas artificiales. Recordaba la voz de ella. El temblor en su pulso. La forma en que lo miró, como si aún lo amara o como si lo odiara por haberse vuelto otro.

Y el niño.

Casio.

Ese nombre no lo recordaba de su pasado. Somo sabe lo que le dijo su abuela que la vió en el hospital en el pasado en su cita médica con su esposo ¿Y por qué no? ¿Por qué irse con Demetrio? ¿Por qué esconderle algo así?

Se tocó el pecho. Le dolía.

Le dolía más de lo que esperaba.

Abrio el cajon de su estudio. Sacó la caja donde guardaba lo poco que no había destruido de su juventud. Fotos, una carta rota, un pedazo de hoja quemada donde se leía aún su nombre escrito con tinta azul: Celine.

—Hija de puta —murmura—. ¿Por qué no dijiste nada?

Y, sin embargo, sabía que no podía reclamar nada aún.

Sin pruebas.

No sin saber qué había pasado realmente. ¿Acaso lo abandonó por que se enteró del accidente y pensó que no cobraría la conciencia? ¿Ese niño tiene la posibilidad de ser suyo?

Subió un cigarro. Algo que no hacía desde la muerte de su abuela.

Y en su cabeza solo había una palabra.

Casio.

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