SANTIAGO CASTAÑEDA
—Ya te dije, no es que no te quiera ver ahorita, es que no puedo —refunfuñé por teléfono mientras caminaba de un lado para otro, ajustándome las mangas de la camisa. La exposición de Julia no tardaba en empezar y había prometido preparar a Mateo y llevarlo, alcanzándola allá—. Carlos, te recuerdo que lo único que te puedo ofrecer es una amistad. No pienso atarme a una relación, no aún, así que gobiérnate.
Colgué y solté un suspiro apesadumbrado. Desde que mi padre me había amenazado con conseguirme a una amante, ni siquiera tenía ganas de tener intimidad. La incertidumbre me estaba matando.
De pronto los pasitos arrastrados de Mateo me hicieron salir de mis pensamientos. Parecía confundido, reflexivo, tan atormentado como yo.
—¿Estás bien, «pidaña»? —pregunté mientras acariciaba su cabello. Tenía los hombros caídos y la mirada clavada en el piso antes de comenzar a negar con la cabeza.
—Pa