SANTIAGO CASTAÑEDA
—¡Mateo! ¡Hora de irnos! —grité mientras salía con toda la actitud de la casa de mi padre. Era un manojo de nervios por dentro, pero el prepotente hijo de puta de siempre por fuera.
De repente una pirinola salió corriendo del jardín, sacudiendo sus cabellos castaños al aire. De un saltó se plantó a mi lado y sin darme tiempo para detenerme se aferró a mi pierna con cada una de sus extremidades.
—¡Papi! —gritó con fuerza y la mejilla embarrada en mi muslo mientras yo seguía caminando, esta vez abriendo más la zancada y con la pierna tiesa por llevar al niño colgando—. ¡Soy una pidaña!
Sin avisar, me mordió el muslo con la fuerza suficiente para hacerme llorar.
—¡Ahhh! ¡No! ¡Piraña mala! ¡Piraña mala! —exclamé sacudiendo la pierna, al final tuve que tomar al niño del cuello de su camiseta y alzarlo hasta que sus enormes ojos azules se encontraron con los míos y me sonrió con esos dientecitos chuecos. ¿Acaso esta era la venganza de Matthew por llevarme a su mujer y