JULIA RODRÍGUEZ
En el edificio el encargado me recibió como si ya me esperara. Terminé subiendo hasta el pent-house, porque Santiago no parecía la clase de hombre que se conformaba con un departamento pequeño, aunque lo fuera a ocupar solo un par de días.
Cuando las puertas del elevador se abrieron, el lugar parecía sospechosamente silencioso. Revisé mi reloj de pulso, había llegado media hora antes. Uno de sus hombres me señaló los sillones de piel negra que estaban cerca del enorme ventanal. Con una sonrisa apenada, caminé dejando que la alfombra silenciara mis pasos y me senté. De entre los cojines saqué un pedazo de tela roja que cuando inspeccioné con más atención me di cuenta de que eran unas bragas.
Las lancé lejos mientras mi cuerpo se sacudía con un escalofrío. Podía imaginarme alguna enfermedad de transmisión sexual caminando por mis dedos. Entonces la puerta de una de las habitaciones se abrió, dejando ver a un par de chicas en lencería, bromeando, con el cabello desorden