LILIANA CASTILLO
«Recuerda que quien gana en una partida de ajedrez, es quien comete menos errores. No te hice soldado para que obedezcas reglas, te hice cabrona para que hagas las tuyas propias», recordé las palabras de mi padre, retumbando en mis oídos cuando su entrenamiento terminó. Desde que tengo uso de razón, ese señor siempre se enfocó en entrenarme, a veces a modo de juego, otras veces de una manera muy realista.
No me quería en la milicia. Ni siquiera me quería inmiscuida en sus negocios con la familia Castañeda. Nunca quiso que el mundo viera el monstruo que había creado y escondido debajo de la alfombra, y aun así, pese al dolor, a la mandíbula dislocada y el brazo fracturado entre otras lesiones que me dejó su entrenamiento, amaba a mi padre con todo mi corazón.
Me guardé una navaja en la bota y esa pequeña bolsita de terciopelo rellena de cenizas dentro del bolsillo de mi pantalón antes de comenzar a olisquear, buscando un rastro.
Salí de la casa a hurtadillas, cuando