El helicóptero aterrizó suavemente sobre la isla Fernández, rodeada por el mar azul profundo que brillaba bajo el sol matinal. Isabella, aún con los ojos vendados por Karina y Vanessa, sentía la brisa marina acariciar su rostro y la arena tibia crujir bajo sus pies. Cada paso la acercaba a la sorpresa que Sebastián había planeado meticulosamente durante meses, una celebración que parecía sacada de un cuento de hadas.
—Mantén los ojos cerrados un poco más —susurró Karina, mientras guiaba a Isabella—. Todavía no estás lista para ver todo esto.
—Lo sé… —Isabella respiró hondo, sintiendo que su corazón se aceleraba—. Pero siento… magia.
Vanessa la tomó del otro brazo, y juntas recorrieron un sendero bordeado de flores de colores imposibles: glicinas colgantes, rosas blancas y rojas que parecían brillar bajo la luz del sol, y jazmines que llenaban el aire de un aroma embriagador. Su música flotaba suavemente, tocando cada rincón de sus emociones mientras avanzaban hacia la mansión.