El sol se había ocultado por completo, y la isla Fernández se transformaba en un espectáculo de luces cálidas y mágicas. La mansión, ya imponente durante el día, ahora brillaba con cientos de luces colgantes y faroles que iluminaban los caminos de pétalos. La brisa marina traía consigo un aroma a flores frescas y al océano, mientras los invitados, elegantemente vestidos, se dirigían al gran salón de recepción preparado con cada detalle pensado para celebrar el amor de Isabella y Sebastián.
Los jardines parecían un laberinto encantado de luces y colores. Las mesas, adornadas con centros de flores blancas y rojas y velas flotando en fuentes de cristal, estaban dispuestas en semicírculo alrededor del escenario principal, donde un grupo de músicos esperaba para iniciar la primera pieza. Sobre el cielo, helicópteros seguían liberando pétalos y globos blancos, añadiendo un toque etéreo que parecía envolver a todos en un cuento de hadas.
Isabella, radiante, vestía un segundo atuendo que Se