La mansión Fernández se alzaba majestuosa al caer la tarde, iluminada por el resplandor anaranjado del sol poniente. Después de semanas en Europa, de infiltraciones y revelaciones, Isabella volvió a pisar el suelo que había sido tanto refugio como prisión emocional en su vida. Pero esta vez, no lo hacía sola ni con miedo. Llegaba con Sebastián, con su equipo, y con la certeza de que el mundo había cambiado.
El portón de hierro se abrió lentamente. En el camino empedrado esperaba Armando Fernández, el patriarca, junto a su hijo Elías, el hermano de Isabella. El encuentro fue silencioso al principio: solo miradas cargadas de semanas de distancia, de culpas no dichas y de heridas abiertas.
—Papá… —susurró Isabella.
Armando dio un paso al frente. Sus facciones endurecidas parecían desmoronarse bajo el peso de lo que había visto en las noticias mundiales. Por un instante, el orgulloso empresario parecía un hombre quebrado.
—Hija… —Logró decir, antes de que la voz se le cortara. La abra