La noche cayó con una lentitud casi poética. El cielo se extendía en un manto oscuro salpicado de estrellas, y el grupo, todavía con el buen ánimo de la tarde, se había reunido alrededor de una fogata en el patio trasero del refugio. Los niños asaban malvaviscos, Karina tocaba una melodía suave en una guitarra prestada, y Rayan contaba historias sobre misiones antiguas que ahora parecían cuentos de fantasía.
Isabella se recostaba sobre una manta junto a Sebastián, con la cabeza sobre su pecho. Cerraba los ojos por momentos, simplemente escuchando los latidos del corazón que tanto la había protegido.
—¿Crees que podamos tener esto todos los días alguna vez? —preguntó ella en voz baja.
—Lo vamos a tener —respondió él—. Pero antes... hay una sombra que aún no se disipa.
Como si sus palabras hubiesen invocado algo, el celular especial de Sebastián —el que solo recibía mensajes del protocolo Alfa Sombra— vibró. Nadie más lo oyó, pero Isabella lo sintió tensarse bajo su cuerpo.
—¿Qué p