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—¿Sí? —pregunto sin apartar del todo la vista del informe.
—Señor, hay… —hace una pausa breve, y traga saliva antes de continuar— hay dos personas que lo buscan. Pero no tienen cita.
Levanto por completo la mirada, deteniendo el movimiento del bolígrafo. Mi tono se vuelve seco.
—¿Y qué debes hacer cuando alguien quiere verme, pero no tiene cita? —pregunto, dejando que la ironía se escurra entre las palabras.
Ella baja la vista de inmediato, como si la pregunta pesara más de lo que debería.
—No dejarlos pasar, señor —responde en voz baja.
Asiento despacio, con un leve gesto que debería bastar para cerrar el tema, pero ella no se mueve. Permanece inmóvil, de pie frente al escritorio, con los labios apretados y una respiración que tiembla. La observo con atención, sin entender aún por qué no se retira.
—Entonces… —murmuro, marcando cada sílaba— ¿por qué estás todavía aquí?
Vázquez se retuerce un poco en su sitio. Su incomodidad es palpable. La mano derecha se desliza hasta el borde de la falda, alisa el tejido sin necesidad, un gesto nervioso que ya he visto antes en empleados que prefieren demorar una mala noticia.
—Es que, señor… —duda, busca las palabras— estas dos personas… bueno… son dos niños.
El bolígrafo se me escapa de entre los dedos y cae sobre el escritorio con un golpe seco. El sonido retumba más de lo que debería en el silencio de la oficina.
—¿Niños? —repito, con el ceño apenas fruncido.
—Sí, señor. Un niño y una niña, según me dijeron abajo en recepción. Dicen que… —hace una pausa más larga, y su voz se quiebra apenas— que son sus hijos.