La puerta del despacho se cerró tras Eitan, dejando un silencio que pesaba toneladas.Nicolás Valente estaba de pie en el centro de la sala, con la fotografía en la mano. La imagen temblaba, no por una brisa inexistente, sino por la vibración incontrolable de sus propios huesos.—Carmen...El nombre salió de su garganta como un trozo de vidrio.Caminó hacia el sofá de cuero y se dejó caer, sintiendo que sus piernas ya no podían sostener el peso de su cuerpo ni el de su conciencia.Miró la foto de la niña. Esos ojos verdes. Eran inconfundibles. Eran faros de desafío que él había amado con una devoción casi religiosa años atrás. Luego miró la ficha policial de la reclusa 402. La mujer demacrada, con el labio partido y la mirada muerta.El cerebro de Nicolás intentaba rechazar la evidencia. Buscaba desesperadamente una excusa, un error en el ADN, una coincidencia imposible.—No puede ser la misma mujer —se dijo en voz alta, su voz resonando en la habitación vacía—. Carmen era luz. Carmen
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