Las puertas metálicas del ascensor se cerraron, aislándonos del resto del mundo y del zumbido de la oficina. El silencio que siguió fue denso, cargado de todo lo que acababa de pasar.Damián soltó un suspiro, aflojando un poco el nudo de su corbata, y se giró hacia mí. Ya no me miraba como el jefe depredador que me había marcado frente a todos, sino con una intensidad más tranquila.—Necesitamos comer —dijo, su voz grave rompiendo el silencio—. Y hablar.Asentí, incapaz de articular palabra. Salimos del edificio y, mientras caminábamos hacia el restaurante de enfrente, mantuve la cabeza gacha. Por dentro, mi monólogo interno era un caos. Me recriminé a mí misma: No puedes ser tan valiente, Adeline. No puedes jugar a ser la mujer fatal cuando te tiemblan las rodillas solo porque él respira cerca.Caminar al lado de Damián era una experiencia abrumadora. Durante años, creí saber quién era él: frío, terco, la estatua de hielo inalcanzable, el hombre que no volteaba a mirar a nadie. Pero
Leer más