La adrenalina es una droga traicionera. Mientras caminaba por el pasillo alejándome de la sala de juntas, me sentía invencible, una diosa de la guerra corporativa que había domado a la bestia. Pero en cuanto cerré la puerta de mi pequeña oficina acristalada y me dejé caer en mi silla ergonómica, la realidad me golpeó como un mareo repentino.
Mis manos temblaban. No por miedo, sino por la descarga eléctrica residual que aún recorría mi sistema nervioso. Mi cuerpo todavía recordaba el peso de Damián, la textura áspera de sus manos subiendo por mis muslos, la urgencia salvaje de su boca.
Me llevé una mano al pecho, intentando calmar mi corazón, que latía desbocado contra mis costillas. —Cálmate, Adeline. Cálmate —me ordené en un susurro, tomando una bocanada de aire—. Ya pasó. Ganaste la reunión. Es lo que importa. —trate de convencerme para dejar de sobre pensar en lo que estaba a punto de hacer.
Pero… Me sentía... alterada.
Sentí una molestia, un ardor leve y punzante en la base del cu