—¿Por qué haces esa pregunta, Edward? —preguntó Miranda, tratando de mantener la compostura mientras la pregunta del niño la desarmaba por completo. Edward cambió el gesto. El puchero en sus labios se acentuó, y sus ojos se entristecieron. —Es que creo que están molestos. Ya no hablan delante de mí, y papá siempre se va rápido al trabajo y tú casi no lo miras —explicó, describiendo con exactitud la dolorosa escena que se repetía cada mañana. El niño era demasiado inteligente, y su observación era más que evidente. —Bueno, Edward, quiero que sepas que muchas veces los adultos podemos tener diferencias. Hay inconvenientes y surgen problemas que, después de todo, pueden solucionarse, y todo vuelve a la normalidad —le explicó Miranda con suavidad, aunque sentía que sus palabras sonaban huecas—. Lo siento si te hemos hecho sentir incómodo o triste, pero esto es algo que pasa. —Pero yo no quiero que ustedes estén molestos —agregó el niño, como si sus palabras fueran un deseo que debía c
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