Inicio / LGBTQ+ / EL GRAN POTRO DEL CEO / El Ceo Heredero Regresa..
EL GRAN POTRO DEL CEO
EL GRAN POTRO DEL CEO
Por: Mckasse
El Ceo Heredero Regresa..

El murmullo del aire acondicionado era lo único que sonaba en la sala de reuniones cuando el Ceo Dionisio revisaba sus notas. Vestía un traje marrón oscuro perfectamente planchado, con la corbata de diseñador que siempre usaba en las presentaciones importantes.

—Señores, la proyección para el segundo semestre… —comenzó, con su voz grave y pausada.

Una notificación iluminó la pantalla de su celular, vibrando contra la mesa de caoba. Intentó ignorarla, pero vio el nombre: Capataz Beto – Hacienda Larousse Oklahoma.

Frunció el ceño y continuó su exposición, es raro que esa persona lo llamara a esa hora del día y como esa reunión es muy importante como para interrumpir, pero la pantalla volvió a iluminarse, esta vez con insistencia. La respiración se le cortó y su corazón empezó a latirle con fuerza inexplicable.

—Disculpen un momento. —Se levantó con serenidad, caminó hacia la pared de cristal y contestó en voz baja—. ¿Si?

—Patrón… patrón Dionisio… —La voz del capataz Beto temblaba del otro lado—. Tiene que venir de inmediato a la hacienda.

— ¿Qué pasó? —preguntó, sintiendo un frío arrepentido, recorrerle la espalda.

—Fue... fue un accidente, patrón. La señora Bernina… su madre...ella… —La voz se quebró—. El potro negro, el que estaba entrenando para las carreras, se volvió loco. La señora... la señora Bernina insistió en montarlo esta mañana para calmarlo. Pero apenas salió del corral, el caballo se desbocó. El señor Arturo intentó detenerlo. Se puso enfrente para agarrarlo del cabestro y… y…

—¿Y qué? —La garganta de Dionisio se cerraba con cada palabra, sus dedos temblaban alrededor del teléfono.

—El caballo lo atropelló, patrón. Lo tumbó al suelo… y… y la señora Bernina… salió volando de la montura. Cayó mal, patrón. Murieron los dos. Murieron al instante.

Por un segundo, Dionisio sintió que todo a su alrededor se desvanecía. Sus padres. Su madre, siempre elegante con su sombrero blanco y sus botas de montar italianas. Su padre, que no sabía galopar bien, pero era valiente hasta el final. Ahora ambos… se habían ido.

—¿Qué?

—Patrón… —La voz de Beto sonaba ahogada por el llanto—. Lo lamento mucho. Necesitamos que vengamos. Hay mucho que organizar. La hacienda ahora es un caos. Sus tíos van y vienen se creen los dueños. Debe venir señor.

—Dios...

—No sé de lo que son capaces.

Dionisio miró su reflejo en el vidrio frente a él. Un hombre joven, fuerte, exitoso… pero sus ojos marrones estaban vacíos. Tenía años que no pisaba la hacienda.

—Te enviaré un mensaje, cuando organice algunas cosas antes de ir.

—Sí, patrón.

Colgó sin decir nada más. Se quitó la corbata con manos torpes y respiró hondo. Todo parecía una pesadilla. Afuera, la ciudad seguía su rutina, autos y personas caminando rápido, sin saber que su mundo acababa de colapsar.

Camino de vuelta a la mesa de reuniones. Todos lo miraron con extrañeza.

—Dionisio, ¿todo bien? —preguntó su socio Xavier inclinándose hacia él.

—Mi familia… —susurró, pero la voz se le rompió. Tragó saliva, y esta vez habló con la dureza de un hombre que estaba a punto de enfrentar su destino—. Mis padres han muerto. Organicen todo. Debo regresar a Oklahoma en dos días.

Y sin esperar respuesta, recogió su maletín y salió, dejando tras de sí el eco de sus pasos firmes, el único sonido que aún lo anclaba a la realidad. Cuando iba a tomar el ascensor Xavier lo alcanzó y entró con él.

—Lamento tu perdida.

—Gracias.

Xavier lo abrazó. Dionisio no lloró. Solo se separó cuando el pitido del ascensor avisó que se iba a abrir.

Dos días después, Dionisio miró su teléfono sin pestañear. El avión privado temblaba levemente al cruzar una nube densa. En la pantalla, la última foto familiar lo observaba con un dolor casi blanco: su madre con un vestido beige y botas de montar, su padre abrazándola por detrás, y él, con su camisa azul remangada, sonriendo mientras sostenía un lazo de cuero. Fue hace cuatro años y medio, el último verano que visitó la hacienda.

Deslizó el dedo y apareció otra imagen. Era Lanzarote. Un muchacho rubio, flacucho, con jeans viejos y botas llenas de tierra. Sonreía mostrando dientes blancos, mientras alzaba en brazos a un cabrito recién nacido.

Dionisio sospechó y apagó la pantalla cuando el piloto anunció el aterrizaje.

Una avióneta lo esperaba en el pequeño aeropuerto de Oklahoma. El aire olía a pasto mojado por la llovizna. Una hora después, bajo un cielo encapotado, un Jeep lo llevó por los caminos de tierra hasta la hacienda. Llegó de noche.

La lluvia caía suave cuando el portón principal se abrió con ayuda de dos peones. Los sirvientes lo esperaban en fila vestidos de negro, con sombreros en mano. Dionisio descendió, sin paraguas, dejando que las gotas empaparan su saco gris.

—Bienvenido de regreso, patrón —dijo Beto, el capataz, un hombre viejo pelo rubio, de rostro curtido y mirada cansada.

—Gracias… —respondió él con voz ronca. Miró alrededor. Todo le parecía igual y diferente a la vez—. Quiero ir a descansar. No tengo hambre. Mi maleta está en el vehículo.

—Entiendo, patrón —dijo Beto, pero lo siguió hasta el despacho para informarle de todo.

Al entrar al enorme despacho, Dionisio dejó su maletín sobre el escritorio y observó el lugar en silencio. Sus padres habían trabajado en cada rincón de esa oficina. Sus cuadros, su olor, sus tazas personalizadas aún estaban allí.

—El entierro fue sencillo, patrón. Vinieron todos los pueblos vecinos… —dijo Beto con respeto—. Mañana, si quiere, lo llevo a sus tumbas.

—Sí… gracias. —Dionisio cerró los ojos con fuerza para contener las lágrimas. Pero quiero saber un detalle qué diablos sucedió a mis padres. ¿Qué demonios fue lo que me dijiste por teléfono?

—El incidente está en investigación. Dicen que el caballo estaba nervioso desde días antes… nadie sabe quién fue el responsable de ensillarlo, y no sabemos que le dieron de comer. Es complejo, patrón.

—Entiendo. Hazme un resumen con los nombres de los responsables de ese animal. Porqué mi mamá lo montaba antes de una carrera. Lo revisaré mañana.

En ese momento, la puerta se abrió suavemente y entró Trina, la hija de la cocinera secundaria. Llevaba un vestido casero de tiras finas, tan escotado que sus pechos casi se escapaban por no llevar sostén.

—Patrón… bienvenido, le traje té caliente para el cansancio. Se lo preparé personalmente como le gusta y como se lo preparaba su madrecita—dijo, con voz dulce y provocativa.

Dionisio la miró sin expresión, notando cómo sus pezones tensaban la tela.

—Gracias, pero no quiero nada, Trina. Retírate.

Ella parpadeó, sorprendida, pero obedeció, girándose con lentitud para mostrarle su figura antes de salir. Él suspir, harto, frotndose el puente de la nariz. Siempre era lo mismo con ella.

Esa noche subió a su habitación y, aunque pensó que dormiría, el hambre terminó venciéndolo.

Eran las 11:04 de la noche cuando Dionisio bajó a la cocina, descalzo y con el pantalón de pijama colgándole flojo sobre las caderas. Había bajado mucho de peso. La hacienda estaba en silencio, sumida en esa paz inquietante que solo existe cuando todos duermen.

Solo los grillos y los sapos cantaban afuera.

Abrió la puerta de la cocina con cuidado. La luz del refrigerador iluminaba la penumbra, y allí, de espaldas, un hombre enorme, rubio, sin camisa, bebía directamente de una botella de leche. Su torso ancho y musculoso brillaba con el reflejo plateado, mostrando la espalda ancha, dura, cubierta de pequeños lunares dorados y el cabello mojado cayendo sobre su nuca.

Dionisio tragó saliva, paralizado. La visión lo toca con una oleada caliente. Observó el movimiento de su manzana de Adán cuando bebía, y el bulto dentro de su pantalón vaquero caído, con el cinturón abierto sobre las caderas, casi mostrando el comienzo de su vello púbico rubio oscuro.

—¿No hay vasos en esta casa? —preguntó Dionisio con un tono seco, intentando que su voz no sonara temblorosa por el shock y la excitación que lo invadían.

El hombre se giró de inmediato. Tenía los ojos azul claro, somnolientos pero alegres. Al verlo, una sonrisa enorme se dibujó en su rostro curtido.

—¡Dionisio! ¡Patrón Dionisio! —exclamó, dejando la botella sobre la encimera con un golpe sordo.

Se lanzó a abrazarlo con fuerza, su torso húmedo aplastándolo contra su pijama de seda. Dionisio olía su piel a leche, jabón y canela. Sintió un escalofrío recorrerle el pecho, el abdomen y más abajo. Sus mejillas se calentaron al instante.

— ¿Quien demonios eres? ¿Si ya sabes quién soy, porque diablos tienes esta confianza?

El hombre fornido se quedó mirando avergonzado. No lo había reconocido.

—Soy yo, Lanzarote. ¿No me reconoce? —dijo el joven, separándose para mirarlo con esa sonrisa amplia, inocente y sincera que siempre tuvo.

Dionisio parpadeó, con el corazón desbocado y el cuerpo temblando. Entonces todo cayó en su sitio. Pero lo que veía ahora no era un niño flacucho, ni blandengue. Era un potro enorme, salvaje, hermoso y libre, que no tenía idea del efecto que causaba con ese lunar en sus labios.

Y en ese momento, Dionisio supo que nada sería igual en esa hacienda… ni dentro de él mismo.

Sigue leyendo este libro gratis
Escanea el código para descargar la APP
capítulo anteriorcapítulo siguiente
Explora y lee buenas novelas sin costo
Miles de novelas gratis en BueNovela. ¡Descarga y lee en cualquier momento!
Lee libros gratis en la app
Escanea el código para leer en la APP