Mundo ficciónIniciar sesiónDionisio tembló al sentir esa dureza palpitante rozar su abdomen bajo la tela fina de su pijama.
—S-suéltame… —murmuró, su voz apenas un suspiro, sintiendo cómo su propio miembro se endurecía al contacto. Lancelot lo miró con confusión, con su respiración cálida chocando contra su mejilla antes de darle un beso suave, inocente. —¿Por qué? Siempre nos abrazábamos cuando niños… —dijo con esa sonrisa traviesa que mostraba un hoyuelo en su mejilla izquierda. "Maldita inocencia"—pensó Dionisio. —Ya no somos niños, Lancelot. —Dionisio intentó separarse de sus brazos con brusquedad—. Además… estoy de luto. Si alguien nos ve así… ¿qué van a pensar? Lancelot ladeó la cabeza, divertido. —Aquí nadie nos va a ver. Somos dos viejos amigos. Es casi media noche. Todos duermen… —contestó con voz ronca de sueño, acercándose de nuevo para rozar su frente con la de Dionisio—. Y a ti siempre te gustaban mis abrazos. Es lo que me decías. No entiendo por qué te molestas. Dionisio cerró los ojos, sintiendo un mareo caliente subirle por el cuello. ¿Cómo decirle que por él descubrió su lado gay? ¿Cómo confesarle que esos 'jueguitos' de infancia nunca fueron inocentes para él? Recordó con nitidez: La vez que fingio ahogarse en la laguna solo para que Lancelot, siendo un niño flacucho de diez años, le diera aire boca a boca. O las tardes en que se bañaban desnudos en la cascada, y él miraba con fascinación su entrepierna bajo el agua cristalina. Aquel tamaño lo traía fascinado. Pero Lancelot siempre le hablaba de chicas. O cuando Dionisio se colaba en su cama a medianoche, diciendo que había visto un fantasma y necesitaba un abrazo, solo para sentir su calor y su respiración lenta de niño que dormía sin preocupaciones. ¿Quién podría contradecir al único hijo de los dueños cuando quería algo? Un estremecimiento le recorrió la columna cuando el miembro de Lancelot rozó su cadera con suavidad. Un gemido bajo y traicionero escapó de sus labios antes de apartarse rápido, respirando agitado. —Por favor… no hagas esto. —Su voz sonaba rota. Lancelot se quedó inmóvil, confuso, observándolo con esos ojos azules brillando en la penumbra. —Lo siento, patrón… —dijo con suavidad—no quise molestarlo. Soy un burro. “Maldito seas, Lancelot…y que maldito burro”, pensó con amargura. Era su debilidad desde siempre. Y ahora, ese potro salvaje que nunca pudo domar, estaba ahí, sin saber que él estaba a punto de perder la razón. Dionisio bajó la mirada, impidiendo ver esos ojos azules que siempre lograban atravesarlo. Caminó hasta la despensa sin decir palabra. Tratando de cambiar la situación. Estiró el brazo hasta la columna. Le dió al interruptor y la luz amarillenta se subió, luego abrió la enorme alacena de madera, donde las galletas caseras descansaban en frascos de cristal perfectamente ordenados por Carlota, una de las sirvientas. Tomó un paquete de galletas de avena con trocitos de coco y un vaso limpio de la repisa. Buscó en la nevera un jugo de naranja y se sirvió en silencio. Sintió detrás de él la presencia imponente de Lancelot, que seguía allí de pie, con la botella de leche en la mano, mirándolo sin pudor. Dionisio bebió un sorbo de jugo para tragar el nudo en su garganta. El frío ácido le bajó directo al estómago, pero no le quitó el temblor en los dedos. Cerró la botella con fuerza y la colocada en su sitio antes de girarse para marcharse. —Patrón… —la voz grave y suave de Lancelot lo detuvo antes de salir de la cocina. Dionisio respir hondo, manteniendo la mirada baja. —Lamento mucho lo de sus padres —continuó Lancelot, su tono cargado de una solemnidad genuina—. No se preocupe… si hay un culpable detrás de su muerte, yo me atreveré con él. Dionisio alzó la mirada, sorprendido. Sus ojos miel se encontraron con esos ojos azules que brillaban como acero bajo la tenue luz. —¿Qué quieres decir con eso? —preguntó en voz baja, con un escalofrío recorriéndole la espalda—. ¿Acaso crees… que…no haya sido un simple accidente? Lanzarote suspir, acercndose. La cocina quedó sumida en un silencio momentáneo, solo iluminada por la luz de la luna que se filtraba por la ventana y la bombilla del techo. —No lo sé… —respondió él, pasando una mano por su cabello mojado—. Pero algo me dice que ese caballo no se desbocó solo. Yo lo había montado un día antes, estaba sano y robusto. Sí tenía mucha energía, pero no para provocar lo que sucedió. Su padre nunca permitió que un animal inestable saliera al hipódromo. Lo entrenaban semanas antes de montarlo. Y su madre… —Lancelot bajó la mirada, con su mandíbula tensa—. Ella confiaba en mí para revisar sus monturas. Si yo hubiera estado ese día… Dionisio tragó saliva con fuerza. Un frío extraño le recorrió el pecho. Nunca había pensado en la posibilidad de un sabotaje. Solo había sentido el dolor y la pérdida, sin cuestionar nada. Tal vez Lancelot solo exagera. Lancelot levantó la mirada y suavemente, aunque sus ojos seguían opacos. —De todos modos… me alegra verte, Dionisio. —Su voz bajó a un susurro suave—. Te extrañé estos años. Dionisio sintió que su corazón retumba en su pecho. Los latidos acelerados. No respondió. Se giró con su paquete de galletas y el vaso de jugo en mano, él subió las escaleras con pasos pesados, escuchando el crujir de la madera bajo sus pies. No miró atrás, temiendo que si lo hacía, sus rodillas no lo sostendrían. Ya en su habitación, dejó el vaso sobre la mesita de noche y se sentó al borde de la cama. Con movimientos mecánicos abrió el paquete de galletas y se llevó una a la boca. Sabía a avena dulce y coco tostado, como las que comía de niño. Pero ahora nada le sabía igual. Masticaba sin ganas mientras sus pensamientos giraban sin control. Comenzó a llorar por todo. Por sus padres y por ese chico que le gustaba de niño, ese rubio flacucho que corría detrás de los potros salvajes y se colaba en su cama con excusas tontas… ahora era un hombre enorme. El doble de grande. El doble de fuerte. El doble de… todo. Un extremo le recorrió la espalda. Se tumbó en la cama, con un brazo sobre sus ojos, sintiendo el sabor dulce de la galleta mezclado con la acidez del jugo en su lengua. “Si hay un culpable, yo me atreveré con él…”, recordó sus palabras, y algo dentro de su pecho se estremeció de miedo y calor. Esa promesa. Esa voz ronca, masculina, grave, que le hablaba directo al alma. Lancelot era un potro salvaje, indomable. Y él… él siempre había querido montarlo. Pero ahora… ¿qué haría si descubría que lo deseaba más que a nada en el mundo? ¿Qué hará si hay un culpable o más de uno? Cerró los ojos con fuerza, mientras la luna iluminaba su rostro bañado en un brillo frío y silencioso. Tenía todo el tiempo del mundo para descubrirlo.






