El silencio después del grito de Isabelle fue tan pesado que sentí que el aire se volvió piedra. El cuadro roto seguía en el suelo, su aroma a óleo y polvo impregnaba la habitación. Ella estaba frente a mí, con el rostro enrojecido, los ojos inundados de rabia, el cabello revuelto. Yo apenas podía mantenerme en pie.—¿Dónde estabas? —volvió a decir, su voz era un filo. —En Boston —respondí con frialdad. No había razón para mentir más. —¡Lo sabía! —gritó, y vino hacia mí con pasos furiosos—. ¡Fuiste a verla, a ella!No respondí. No quería darle el poder de mis emociones. Pero Isabelle siempre supo cómo romperme. Me golpeó el pecho con las manos, una y otra vez, mientras lloraba.—¡Mentiroso! —me gritaba entre sollozos—. ¡Dijiste que no la buscarias, que todo había terminado! La tomé por los brazos, intentando que se calmara. —¡Basta, Isabelle!Pero ella siguió, empujando, arañando, gritando.—¡Basta! —le grité de nuevo, más fuerte, sintiendo cómo la ira me subía por dentro—. ¡
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