La semana transcurrió como una bruma lenta y espesa. Emma se esforzaba por mantener la rutina, llegar puntual al trabajo, sonreír a Richard y fingir que todo marchaba con normalidad. Pero cada vez que su mente quedaba en silencio, el recuerdo de Harry aparecía sin piedad. El momento en el restaurante, su mirada dolida, su voz cargada de celos disimulados, la seguían como una sombra. Había pasado una semana desde aquella cena, y aunque ninguno de los dos había vuelto a buscar al otro, la distancia no trajo alivio. Solo una incomodidad constante. Emma sentía una punzada de enojo, pero más que enojo, era culpa. No tenía derecho a estar molesta con él. Después de todo, no eran pareja, no había promesas entre ellos, ni un “nosotros” que cuidar. Y sin embargo, le dolía. Le dolía saber que Harry estaba molesto, le dolía que la mirara con esa mezcla de decepción y ternura contenida. En las noches, mientras el reloj marcaba las once y todo estaba en
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