Los días siguientes pasaron volando. El miércoles y el jueves fueron un respiro, como si el universo por fin me diera una tregua. No vi a Máximo La Torre ni una sola vez en todo el edificio, y por lo que escuché en el pasillo, había tenido que viajar a Roma por asuntos de la empresa. No lo voy a negar: me sentí aliviada. Por primera vez desde que trabajo ahí, pude concentrarme sin sentir esa presencia arrogante rondando mi oficina. Mis días transcurrieron entre planos, informes y café frío. Las luces blancas del estudio me mantenían despierta y la música instrumental llenaba los silencios. Todo en orden. Tranquilo. Casi… normal. Pero llegó el viernes. Y desde que abrí los ojos, supe que no iba a ser un día cualquiera. Me levanté temprano, tomé una ducha larga y dejé que el agua tibia me despejara. Al salir, abrí el armario y mis manos fueron directo al vestido negro. Era sencillo, elegante, con un corte justo que delineaba mi figura sin exagerar. Lo combiné con tacones finos y
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