La nueva normalidad de Valeria era un acto de equilibrio entre dos mundos. Tres días a la semana en las oficinas de Brévenor, sumergida en la tradición y el peso del apellido, y el resto en Hacienda Renacer, donde el aire olía a libertad y a proyectos compartidos con Elías. Contra todo pronóstico, funcionaba. Los rumores, ahogados por la elegante firmeza de Valeria y el apoyo público de Mauricio, habían amainado, convertidos en un murmullo lejano. Esteban observaba desde la distancia, un espectador complejo de la vida de su hija. Una parte de él, la del patriarca, estaba satisfecho. Su heredera no había descuidado el imperio; al contrario, había implementado mejoras en los sistemas de irrigación y trazabilidad, ideas que, sabía, tenían la influencia invisible de Elías Alvareda. La calidad del trabajo no solo se mantenía, sino que florecía. Sin embargo, otra parte, la del padre, se retorcía en un silencio culpable. Anhelaba acercarse, cruzar el abismo que él mismo había cavado, pero
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