El frío no era solo una sensación, era una enfermedad. Una cosa reptante que roía los huesos, instalándose profundamente en la médula como podredumbre.La celda de la mazmorra no era una cámara, ni un refugio. Era una tumba tallada en piedra antigua, empapada en la sangre y los recuerdos de los condenados. Las paredes supuraban humedad, verdes por el moho y resbaladizas al más mínimo toque. El aire estaba cargado con el olor a metal oxidado, orina, descomposición y algo peor. Algo que susurraba desesperanza.Las ratas corrían a través de los charcos poco profundos que se habían acumulado en las hendiduras del suelo irregular... Sus diminutas garras arañaban y salpicaban, sus ojos rojos brillaban en la penumbra como joyas malditas.Atenea estaba encadenada en el centro, con las muñecas atadas con hierro oxidado, los brazos estirados por encima de la cabeza, encadenados a un perno en el techo. Su capa había sido arrancada, sus prendas, una vez resistentes, ahora no eran más que tela af
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