Mis ojos se removieron lentamente, pesados, como si cada pestaña tuviera el peso de una piedra diminuta. El suave roce de las mantas me envolvía como un abrazo maternal, y el colchón mullido me recibía como si hubiese estado esperándome desde siempre. Me sentí hundida en una especie de nube cálida y tierna, una suave cuna de descanso que parecía ajena a la vida que había llevado en los últimos meses.Me estiré con pereza, como un gatito entre las mantas, disfrutando del contacto de la tela contra mi piel. Por un instante, casi olvidé el lugar donde estaba, quién era, lo que había pasado. La calma era tan poco familiar que me resultaba sospechosa, como si fuese prestada, como si no me perteneciera.Mi mente estaba aún aturdida por el medicamento que me habían dado la noche anterior; sentía ese letargo espeso que me mantenía medio dormida, pero era diferente. Por primera vez, me despertaba relajada, sin dolores lacerantes que me recordaran que la ansiedad me había dejado hecha pedazos.
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