Bajé las escaleras con cuidado, apoyando un poco más el peso en la barandilla. Todavía sentía la molestia en el pie, ese recordatorio constante de que debía ir más despacio. No era un dolor insoportable, pero cada paso me obligaba a mantener la calma, y, en cierta forma, a ser más consciente de todo lo que me rodeaba.Desde la escalera ya podía escuchar el bullicio del jardín: las carcajadas, el chasquido de la leña al arder en la fogata. Todo sonaba tan vivo que por un momento pensé que la casa entera respiraba con ellos. Recordando los viejos tiempos, y como un año atrás, nos acompañaba mi madre. Crucé el pasillo despacio, apoyándome en la barandilla, y entré a la cocina. Allí estaba Grace, y parecía que nada escapaba a sus manos: revisaba bandejas, cortaba frutas, probaba salsas, como si intentara tener todo bajo control. Había en ella una serenidad tan natural, tan segura, que siempre terminaba por contagiarme.—¿Quieres que te ayude? —pregunté, avanzando despacio, cuidando cómo a
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