La niebla se espesaba sobre París, envolviendo las torres y los bulevares como un sudario. Desde su ventana, Eleanor veía el amanecer filtrarse entre los tejados, ese gris indeciso que parecía no prometer ni día ni noche. La ciudad estaba demasiado silenciosa.En la mesa, una hoja de papel doblada esperaba desde la madrugada.El sello de cera —un halcón con las alas desplegadas, grabado en un rojo oscuro, casi marrón— le había hecho contener la respiración y luego soltarla en un jadeo ahogado al reconocerlo. Era el código de máxima urgencia de la red, el que solo se usaba cuando el peligro era mortal. Y, sin embargo, las palabras que contenía, escritas con una caligrafía precipitada y temblorosa, no eran las que su corazón,
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