La mañana llegó sin la promesa de paz. Elisabetta despertó sola en la inmensidad de la cama, rodeada de sábanas revueltas que aún conservaban el aroma almizclado de Nicolo, pero no su calor. El lado del colchón que él había ocupado estaba frío al tacto.Se levantó y se envolvió en una bata de seda azul oscuro, anudándola con fuerza a la cintura. La puerta de la habitación, tal como él había prometido, estaba sin seguro. Al abrirla, el silencio habitual de la mansión había sido reemplazado por un zumbido de actividad contenida, una vibración de baja frecuencia que erizaba la piel.Al llegar al rellano de la escalera, Elisabetta entendió la magnitud de lo que Nicolo llamaba "protocolo de seguridad".El vestíbulo, usualmente vacío y minimalista, se había transformado en un centro de comando táctico. Hombres vestidos de negro, con auriculares y armas apenas disimuladas bajo las chaquetas, se movían con eficiencia militar. No eran el servicio doméstico, eran soldados.—Buenos días, señora.
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