Todos lo miraron sorprendidos. El silencio cayó como una losa en medio del salón, pesado, incómodo, imposible de ignorar. Fue Manuel quien rompió la tensión con voz grave.—¿Lo sabes todo?Martín lo miró con serenidad, aunque en el fondo le hervía la sangre. Su mirada era la de un hombre que había vivido el engaño, que había sufrido lo suficiente para no temerle ya a la verdad.—Siempre lo supe —respondió con firmeza—. Mi esposa es Victoria. Solo ella.El aire se enrareció.Thea, que hasta entonces había permanecido inmóvil, dio un paso al frente, con los ojos desorbitados y la voz quebrada por la desesperación.—¡No es cierto! ¡Tu esposa soy yo! ¡Solo yo! —gritó, como si al hacerlo pudiera cambiar la realidad.Martín la observó, cansado, con un dejo de compasión. No había odio en su mirada, sino tristeza. Una tristeza profunda, nacida del desencanto.—Me dejaste plantado en la boda, Thea —dijo con calma, aunque la voz le temblaba por dentro—. Lo sé todo. Era un ciego, sí, un iluso que
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