En el hospital.El reloj iba tan despacio para la paciencia del hombre, pero para Martín el tiempo no existía.Caminaba de un lado a otro en la sala de espera, con los puños apretados, los nervios rotos, el corazón golpeándole el pecho como si quisiera escapar.Afuera, el atardecer aparecía, con un cielo nublado que amenazaba con una tormenta que ya no solo sería terrenal, también ocurrirá en el interior del alma de Martín.Los niños habían sido llevados por un guardia a una sala cercana, donde intentaban dormir, sin entender del todo lo que ocurría.Finalmente, la puerta se abrió y apareció el doctor, con una expresión serena, profesional. Martín corrió hacia él.—¿Cómo está Mayte, doctor? —preguntó con voz tensa, casi sin aliento.El médico revisó sus notas antes de responder.—Está estable. Todo en orden. Su presión arterial bajó de golpe, por eso perdió el conocimiento, pero ya la hemos estabilizado.Martín sintió que podía respirar de nuevo, aunque la calma duró apenas un segundo.
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