MILALa canción termina en un fundido de graves, como si el suelo mismo contuviera la respiración.Permanecemos un instante inmóviles, manos entrelazadas, prisioneros de este silencio relativo, de esta burbuja minúscula que el tumulto no alcanza. Luego Nolan me suelta, lentamente, como se suelta una cuerda que no se quiere dejar ir.Él señala una mesa medio oculta en la sombra, apartada de la pista. Nos sentamos en silencio. Pide dos copas iguales, como si elegir por mí fuera una obviedad y, cuando llegan las bebidas, las bebemos sin mirarnos realmente, pero sin dejar de sentirnos.Alrededor, la música se ha vuelto más viva, más aguda. Las luces giran como cuchillos afilados. Mi corazón ha disminuido su ritmo, pero mis nervios siguen tensos como cuerdas. Nolan, por su parte, mantiene esa extraña fijación, esa manera de observarme como si fuera a la vez un misterio y una obviedad.Y luego, de repente, una sombra se recorta junto a nuestra mesa.Un hombre alto, con una mirada segura, ca
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