LÉA
No la soltaré.
No esta vez.
Ella está allí, caída en el sofá como un muñeco vacío, y juro que si la dejo hundirse un día más en este mutismo, nunca volverá.
Su sudadera es demasiado grande. Su cabello está recogido de cualquier manera. Sus mejillas se hunden un poco más cada día, como si intentara desaparecer por los bordes.
Y sus ojos… vacíos. Apagados.
Casi no la reconozco.
— Mila, no puedes seguir así.
Sin respuesta. Por supuesto.
Me siento frente a ella. Pongo un paquete de papas fritas sobre la mesa de centro, sal y vinagre, son sus favoritas.
Ni siquiera las mira.
Entonces golpeo donde duele. No por crueldad. Por necesidad.
Me niego a verla disolverse.
— ¿Crees que es normal desmoronarte así por un tipo que la cagó?
— …
— ¿Crees que eres la única que ha tenido el corazón pisoteado? Yo también he sido traicionada. He gritado, llorado, metido su cepillo de dientes en el inodoro. ¿Y tú qué haces? ¿Desapareces? ¿Te apagas?
Su mirada se levanta, lentamente. Y ahí lo veo.
El miedo