Alejandro apretó los puños con fuerza, sus ojos, rojos e inundados de lágrimas, parecían a punto de estallar, estampó la computadora contra el suelo.Perdió el control, derribó la torre de copas de vino, destrozó la pantalla gigante y, de un manotazo, recogió los documentos manchados de vidrios rotos, los arrugó con furia hasta que la sangre de sus manos empapó las hojas blancas, las gotas rojas salpicaron el suelo.Y entonces, rió, con lágrimas corriendo por sus mejillas.—Amor, seguro que me odias a muerte, ¿verdad? Y nunca me perdonarás, ¿cierto…? ¿Cómo pude ser tan arrogante, creyendo que podía ocultártelo todo?Retrocedió tambaleante, el corazón desgarrado como por un cuchillo sin filo. El dolor se esparcía con la sangre por todo su cuerpo, consumiéndolo.Lucía estaba paralizada, le resultaba inaudito verle, siempre tan sereno y dueño de sí mismo, perder la cordura y enloquecer de esa manera.No se atrevía a hablar, apenas a respirar, solo quería huir.De repente, Alejandro giró
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