El día que Madeline se mudó, todo cambió. Fue ruidoso, repentino y demoledor, como una tormenta que arrasa con todo lo que alguna vez has tocado. Lo primero que hizo fue ordenarles a las empleadas que redecoraran toda la casa.Cada pared y cada cortina, excepto mi cuarto. Ese no lo tocó. Quizá por lástima. O quizá, no le importó lo suficiente. Yo lo observé todo en silencio.El encargado, que antes me trataba con la punta del pie, de pronto se convirtió en su perrito faldero. Su voz ahora era empalagosamente dulce.—Sí, señorita Brooks.—Por supuesto, señorita Brooks.—Me encargo de inmediato, señorita Brooks.Y Finn solo se quedó detrás de ella todo el tiempo. Distante. Callado. Observando. Asintió una vez.—Hagan todo lo que Madeline quiera.Eso fue todo. Mi mañana tranquila se hizo pedazos, junto con la poca paz que había intentado conservar para mí.Cuando salí de mi cuarto y me asomé por el barandal del segundo piso, los vi abajo: Finn, Madeline, las empleadas, los de la mudanza.
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