Madeline nunca llevó a Henry a la escuela.
Ni siquiera en su primer día después de las vacaciones. Ni una sola vez. ¿Y Finn? Llevaba meses fuera. Europa, negocios, lo de siempre.
Pero mientras él jugaba al diplomático con señores de traje a la medida, la situación en casa se estaba desmoronando.
Henry iba en picada. La escuela ya había enviado dos advertencias oficiales. Se saltaba clases, se metía en peleas, se quedaba dormido en los exámenes. El director incluso dijo que considerarían darlo de baja si seguía así.
Nadie ayudó. Nadie apareció.
A Madeline no le importaba. Dormía hasta mediodía, bebía champaña en el jardín y luego pasaba el resto del día viendo el celular como si el mundo no existiera.
Cuando una de las empleadas le preguntó con timidez:
—Señora, ¿le hablamos a la policía? Henry no ha vuelto en todo el día…
Madeline apenas levantó la vista de su maldito espejo.
—Tranquila —dijo, agitando la mano como si hablaran de un calcetín perdido—. Seguro anda por ahí, escondiéndos