Capítulo 3
El día que Madeline se mudó, todo cambió. Fue ruidoso, repentino y demoledor, como una tormenta que arrasa con todo lo que alguna vez has tocado. Lo primero que hizo fue ordenarles a las empleadas que redecoraran toda la casa.

Cada pared y cada cortina, excepto mi cuarto. Ese no lo tocó. Quizá por lástima. O quizá, no le importó lo suficiente. Yo lo observé todo en silencio.

El encargado, que antes me trataba con la punta del pie, de pronto se convirtió en su perrito faldero. Su voz ahora era empalagosamente dulce.

—Sí, señorita Brooks.

—Por supuesto, señorita Brooks.

—Me encargo de inmediato, señorita Brooks.

Y Finn solo se quedó detrás de ella todo el tiempo. Distante. Callado. Observando. Asintió una vez.

—Hagan todo lo que Madeline quiera.

Eso fue todo. Mi mañana tranquila se hizo pedazos, junto con la poca paz que había intentado conservar para mí.

Cuando salí de mi cuarto y me asomé por el barandal del segundo piso, los vi abajo: Finn, Madeline, las empleadas, los de la mudanza. No dije ni una palabra.

Pero Finn… él levantó la vista. Nuestras miradas se encontraron.

Y por un segundo, noté algo en su mirada, algo complejo. Como si yo fuera un problema que no quería resolver.

Le sostuve la mirada, sin emoción alguna, y luego me di la vuelta. La voz de Henry rompió el silencio.

—¡Madeline!

Corrió hacia ella como un perrito y la jaló de la manga.

—¿Podemos tirar este sillón? Lo escogió Jillian. ¡Siempre lo odié!

Madeline se rio suavemente y le acarició el pelo.

—Claro que sí, cariño. Si no te gusta, lo cambiamos. A partir de ahora, tú mandas.

Vi cómo los de la mudanza se lo llevaban. No tenían ni idea de las horas que pasé buscando esa tela exacta, de una fábrica especializada que solo producía materiales hipoalergénicos.

Henry tiene la piel sensible. Siempre estornudando, con comezón, reaccionando al polvo y a las bacterias. Ese sillón era mi forma de protegerlo. Pero claro, tírenlo. Como si no significara nada.

Era solo otro pedacito de mí que tiraban a la basura. Pero no los detuve. Ya les había dado todo. Mi corazón, mi orgullo, mis años.

Y en mi vida anterior, casi les di la vida.

***

A la mañana siguiente, la casa parecía otra, más brillante. Más ruidosa. Llena de vida.

La voz de Henry resonaba por los pasillos; reía, gritaba y hablaba sin parar de la escuela. Le seguía la voz profunda de Finn, suave y juguetona.

—No corras tanto, Madeline. Siéntate un ratito conmigo.

A dondequiera que iba, oía sus voces. Las empleadas, ahora radiantes, la saludaban:

—Buenos días, señorita Brooks.

—Qué bonito vestido, señorita Brooks.

Y por la noche… las cosas se sentían raras.

Esperaba escuchar esos gemidos descarados saliendo del cuarto de Finn. Pero una vez que pasé por ahí y no pude evitar asomarme, me di cuenta de que Madeline no dormía en el mismo cuarto que él.

¿Y lo más extraño? Una noche de tormenta, sorprendí a Madeline intentando convencer a Finn de que se acostara con ella. Y él la rechazó, de la forma más amable posible. Tal vez solo estaba esperando a que yo me fuera de verdad para ceder. O tal vez nunca tuvo nada que ver conmigo.

Qué considerado y amable capo de la mafia…

Lástima que su ternura estuviera reservada solo para Madeline. Una tarde, intenté escapar al jardín, mi último rincón de silencio.

Pero ni siquiera ahí estaba a salvo. Escuché los susurros de dos empleadas cerca de los rosales.

—El señor Gallagher trata a la señorita Brooks como a una reina —dijo una, con una risita.

—Sí —suspiró la otra—. Nunca vio así a la señora Gallagher.

—Pobre, me da lástima —añadió la primera—. Hasta Henry ya le dice mamá a Madeline.

—¿Crees que la eche de casa pronto?

—Seguro que sí. Te apuesto lo que quieras a que no dura mucho.

Sonreí con amargura y susurré para mí:

—No gasten su dinero. Van a perder.

No lo sabían. Ya estaba divorciada.

De vuelta en mi cuarto, me senté junto a la ventana a esperar la llamada de mi abogado. La división de bienes era complicada. Podría tomar semanas organizar los activos de Finn. Quizá más.

Pero lo que más me molestaba era lo silenciosa que se había vuelto la casa otra vez. Se habían ido. Por días. No había voces. Ni risas. Ni órdenes gritadas.

Entonces descubrí por qué.

Estaban en el campamento escolar de Henry. Finn. Madeline. Henry.

El paquete completo de la familia feliz, y Madeline se aseguró de que yo viera las fotos y los videos.

Me desmoroné al ver uno de los videos. En él, Henry estaba junto a Madeline, sonriendo de oreja a oreja. Un compañero de clase le preguntó:

—Henry, ¿y tu mamá? ¿Quién es ella? ¡Está súper guapa!

—¿Dices la sirvienta que venía por mí? —dijo él—. No, no. ¡Ella es mi mamá!

El otro niño se rio.

—¡Wow, qué suertudo! Tus papás son muy bonitos. ¡Se ven perfectos juntos!

Perfectos juntos. Apreté el celular. Me temblaban las manos.

Así que sirvienta, ¿eh?

Me levanté despacio y caminé a la cocina. Tomé un vaso de agua. El vaso se me resbaló de la mano y se hizo añicos en el suelo.

Me agaché para recoger los vidrios, con las manos temblorosas. Ni siquiera sentí el filo que me cortó la palma. Simplemente… me rompí.

Me quedé ahí sentada, en el piso frío, rodeada de vidrios rotos. Y lloré. No por Finn. No por Henry. Ni siquiera por Madeline.

Lloré por la mujer que yo era antes, la que pensaba que el amor se podía ganar con suficiente lealtad. Con suficiente sacrificio. Con suficiente dolor.

Un momento después, me sequé las lágrimas con el dorso de la mano y susurré para mí misma:

—No pasa nada. La sirvienta se va a ir pronto de cualquier manera.
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