Capítulo 2
Volví directo a la hacienda en cuanto salí de la cafetería.

Era enorme, fría y silenciosa. Como siempre.

A veces me preguntaba para qué necesitábamos tanta gente: los guardaespaldas, las empleadas, el personal de limpieza. ¿Qué protegían, limpiaban o a quién servían? Prácticamente la única que vivía aquí era yo. Y a veces Henry, cuando no estaba en la escuela.

¿Y Finn? Él aparecía quizá siete días en todo el maldito año. Y eso con suerte.

Deambulé por los pasillos, y el eco de mis tacones resonaba en el piso de mármol.

Pasé junto al jardín que yo misma diseñé alguna vez; cada flor había sido elegida para complacer a Finn.

Me asomé a su habitación. Esa en la que yo había arreglado cada detalle con la esperanza de que se quedara. El cuarto donde intenté atraparlo usando a un niño.

Los recuerdos me asaltaron, estrujándome el corazón. La mujer que fui se habría aferrado a ellos, pero esa mujer ya no existía.

Ya había firmado los papeles del divorcio. No tenía nada más que hacer aquí.

Era momento de empezar a empacar.

Lo hice en silencio, hasta que el mayordomo entró en la habitación, actuando como si yo fuera una intrusa.

El hombre arrugó la frente.

—¿Qué está haciendo aquí? Sabe que no puede entrar a la habitación del señor Gallagher sin su permiso.

Sabía lo poco que yo importaba en esa casa y siempre se había aprovechado de eso, hablándome con tono de superioridad cuando Finn no estaba. Me giré para verlo a la cara.

—Hazte un favor y déjame en paz.

Como no se movió, solté todo y mejor entré a la habitación de Henry.

Todavía olía a él. Aún conservaba ese desorden típico de un niño, con libros, zapatos y piezas de Lego regadas por todas partes.

Y sobre su cama estaba el oso de peluche que le compré el año pasado.

Aún recordaba ese día.

Miró el oso, arrugó la frente y se quejó de que ese no era el que quería.

Ni siquiera lo tocó.

Pero entonces Finn intervino y dijo que Madeline lo había elegido.

La cara de Henry cambió por completo. Abrazó el oso con fuerza y, desde esa noche, durmió con él siempre.

Ese momento me destrozó. No sabía si agradecerle a Finn por haberlo convencido… o sentirme rota porque mi hijo solo aceptó mi regalo cuando pensó que venía de otra mujer.

Tomé el oso de peluche. Solo lo sostuve en mis manos.

No pensaba llevarme muchas cosas, pero ¿esto? Esto sí lo quería. Necesitaba este recordatorio.

De pronto, escuché su voz, áspera y furiosa.

—¡Suéltalo! ¡Es de Madeline!

Levanté la vista y vi a Henry en el umbral de la puerta, con la mirada encendida de rabia. Y detrás de él, estaba Finn. No estaba Madeline. Solo nosotros tres. Era raro vernos juntos en el mismo espacio.

—¿Y Madeline?

Pregunté antes de poder contenerme. Finn arrugó la frente.

—Me pidió que pasara más tiempo con Henry, y eso hice. ¿Tú qué haces aquí? ¿No deberías estar en tu habitación?

Henry se adelantó, de brazos cruzados.

—¡Sí! ¿Qué haces en mi cuarto? ¿Por qué agarras mis cosas?

—No estaba tirando nada. Es solo un oso de peluche, yo te lo compré.

Mi voz sonaba agotada.

—¡No me importa! ¡No te quiero aquí!

Gritó. Sus palabras me hirieron, pero no me moví.

—Henry… soy tu madre.

—¡No, no lo eres! ¡No es cierto! ¡Ni siquiera quiero vivir en la misma casa que tú!

Finn intervino. Silencioso. Inmóvil. Indiferente.

—Vámonos.

Le dijo a Henry, tomándolo de la mano. Se detuvo en la puerta y volteó a verme, su tono fue duro.

—Jillian, deja de comportarte como una niña. Y no metas a Madeline en esto.

Luego, cuando estaba a punto de salir, metió la mano en su saco y me arrojó una tarjeta. Aterrizó a mis pies.

—Puedes quedarte. Rompe lo que quieras. Solo… no hagas un escándalo.

Después, se fueron.

Me quedé ahí, mirando la tarjeta. Tenía un límite de un millón de dólares. Ni de cerca se comparaba con la que le había dado a Madeline.

Pero antes… en mi otra vida… habría interpretado esa tarjeta como algo más. Una señal de que todavía le importaba. De que había esperanza.

¿Ahora? Ahora sabía que me equivocaba.

Dejé que las lágrimas corrieran, solo por un minuto. Luego me las sequé, arrojé la tarjeta al otro lado de la habitación y susurré para mí misma.

—No te preocupes, Finn. No volveré a hacer ruido. Jamás.

***

A partir de ese día, cambié.

Esa mañana, mi cuerpo me impulsó por pura costumbre a prepararle a Henry su desayuno favorito, un omelet con jamón y queso. Pero me detuve. En lugar de eso, me senté en la sala y abrí un libro.

Al cabo de un rato, una de las empleadas se asomó, titubeante.

—Disculpe, señora, ¿no va a preparar el desayuno hoy?

Cerré el libro de golpe, más fuerte de lo que pretendía.

—¿Cómo? ¿Hay diez personas de servicio en esta casa y nadie sabe hacer un desayuno?

La mujer dio un respingo.

—Perdón, yo me encargo.

Cuando Henry llegó de la escuela, no fui a su cuarto a revisar su tarea. No lo ayudé con sus trabajos como siempre hacía. No le pregunté si necesitaba ayuda para descargar algo o si le faltaba algún material. Dejé que pasara de largo frente a mí sin decirle una sola palabra.

Jugó videojuegos toda la noche; podía escucharlo a través de las paredes. Pero yo no salí de mi habitación.

Así pasaron cuatro días. Yo solo esperaba a que mi abogado finalizara la división de bienes.

No lloré. No hablé. No intenté nada.

Al quinto día, Henry no aguantó más.

Le llamó a Finn. Pude escucharlo sollozar a través de las paredes, diciéndole que ya no aguantaba más, que necesitaba mudarse porque yo lo estaba tratando horrible y quería lastimarlo.

Finn apareció al día siguiente e irrumpió en la hacienda. Su tono fue cortante.

—Sigues siendo su madre, Jillian. No me importa lo que te dijera Madeline, tienes responsabilidades.

Antes de que pudiera responder, Henry lo jaló de la manga, aún llorando.

—Papá, quédate poquito con nosotros, por favor. Mira cómo es. ¡Quiere matarme!

Finn me lanzó una mirada rápida y luego se volvió hacia Henry.

—Está bien, me quedo. Pero Jillian, no te pases de la raya.

Henry se secó las lágrimas y se animó.

—¿Le podemos decir a Madeline que venga a vivir con nosotros también? ¡Ella es mucho mejor!

Finn no respondió de inmediato. Solo me miró, esperando mi reacción. Le sostuve la mirada. Indiferente y firme.

—Invítala. Por mí no hay problema.

Mi voz sonó tranquila. Sus ojos se abrieron un poco por la sorpresa.

—¿En serio?

—Claro.

Henry ya lo estaba arrastrando hacia la puerta.

—¡Vamos! ¡Hay que decirle a Madeline!

Salieron de la hacienda. Finn volteó a verme una última vez, fugazmente, y luego subió al carro con Henry.
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