Madeline se me quedó viendo un buen rato después de oírme mencionar los papeles del divorcio.
No dijo nada al principio, solo me observó como si me hubiera salido otra cabeza.
Luego, sin decir palabra, sacó su celular y me dio la espalda. Pero igual podía escuchar todo.
—Finn —dijo en voz baja, como midiendo el terreno—. ¿Tienes un minuto?
Hizo una pausa para escuchar. Podía escuchar el sonido grave de su voz al otro lado, incluso desde mi lugar.
—Estoy en tu Glory Café. ¿Puedes venir por mí?
Hubo otra pausa. Sus dedos se aferraron al celular.
—Perfecto, aquí te veo.
Colgó la llamada y se volteó de nuevo hacia mí, todavía con desconfianza.
—A ver, Jillian —dijo, entrecerrando los ojos—. Dime la verdad, ¿qué te traes entre manos?
Solté el aire lentamente. Seguía a la defensiva, incluso cuando le estaba poniendo todo en bandeja de plata.
—Nada —dije con calma—. Ya me cansé. Quédatelo… y a Henry también.
Levantó las cejas, sorprendida.
—¿Hablas en serio? ¿Me estás dando a tu esposo y a tu hijo?
Asentí.
—En serio. Ya viví un infierno una vez. No quiero que se repita.
Me estudió un segundo y luego sonrió con aire triunfal, como si no me creyera, pero tampoco le importara.
—Bien. Ya que estás tan generosa —dijo, echándose el pelo hacia atrás—, pero no vengas a rogar después. Si te arrepientes, no esperes que me haga a un lado.
—No lo haré —respondí, tajante.
Sonrió como si hubiera ganado.
—Yo me encargo de los papeles del divorcio.
Veinte minutos después, el rugido de varios motores llenó la calle.
No solo un carro, sino cinco Bentleys negros que llegaron al café. Todos con vidrios polarizados. Puros problemas.
Y entonces, bajó él.
Finn Gallagher.
Mi esposo. El hombre con el que soñaba toda mujer en la ciudad… y el único al que yo me pasé una vida entera tratando de alcanzar.
Llevaba meses sin verlo. Según las empleadas, una semana estaba en Francia, la siguiente en Brasil y después en Tailandia. Siempre fuera. Siempre huyendo.
Pero ¿ahora? Ahora estaba aquí. Solo porque ella llamó.
Caminó a la entrada, con la mirada fija en la mujer a mi lado. Ni una sola mirada en mi dirección. Como si fuera invisible.
Se detuvo junto a nuestra mesa y habló, con su voz profunda y cálida, como terciopelo con hilos de acero.
—Vámonos —le dijo a ella, ignorándome por completo.
Madeline le dedicó una sonrisa.
—Espera, Finn. Tengo algo para que firmes. Es la casa de mis sueños...
Él levantó una ceja.
—¿No te di ya la tarjeta negra? Con eso te alcanza para diez de esas.
Ella se rio con delicadeza.
—Sí, pero esto no es de dinero. Es una propiedad. La escritura todavía está a tu nombre.
Finn meneó la cabeza, un poco divertido.
—En serio que eres única, ¿sabes?
Entonces, sin siquiera leer el documento, fue directo a la última página y garabateó su firma.
Lo observé todo, sintiendo como si de pronto me hubieran quitado una venda de los ojos.
Era ridículo.
Y, sin embargo, por primera vez en años, me sentí… libre.
En mi vida pasada, me aferré a Finn como si fuera mi salvavidas.
Creí que si lo amaba con la suficiente fuerza, él se daría la vuelta y por fin me vería.
Morí por esa esperanza.
Ese día, el elevador se atoró. Adentro estábamos Madeline, nuestro hijo Henry y yo.
Los cables se rompieron. Humo por todas partes. Pánico. Gritos.
Finn tuvo que elegir. Y la eligió a ella.
Salió primero, con Henry en brazos, completamente ilesa.
Yo me quedé atrás. El elevador volvió a fallar antes de que pudieran subirlo por mí.
Morí pensando que quizá, solo quizá, volvería por mí.
Pero no lo hizo.
Así que ahora, en esta segunda oportunidad, no iba a cometer el mismo error.
Finn tomó la mano de Madeline y comenzó a salir del café. Yo los seguí a cierta distancia, dirigiéndome también a la salida.
Antes de que salieran, Finn se dio la vuelta.
Su mirada se encontró con la mía: seria, cortante, indescifrable. Le hizo un gesto mínimo a su asistente.
Leo se paró frente a mí.
—Señora Gallagher...
—No puede venir con ellos. El señor Gallagher tiene asuntos que atender.
Me encogí de hombros.
—Ni pensaba hacerlo. Solo voy en la misma dirección. Tengo cosas que hacer.
Me di la vuelta, lista para irme y dejar todo esto atrás de una vez por todas, cuando escuché una vocecita gritar desde afuera.
—¡Madeline! ¡Te extrañé mucho!
Me quedé helada. Sentí que el corazón se me partía.
Volteé y vi a mi hijo, Henry, corriendo hacia ella. Sus bracitos se enredaron en su cintura como si ella fuera todo su mundo.
Luego, sus ojos se posaron en mí y su sonrisa se desvaneció.
—Papá —arrugó la frente, jalando la mano de Finn—, ¿por qué está esa mujer aquí?
Me quedé ahí, de pie, tragándome el nudo que tenía en la garganta.
Finn le dio una palmadita en la cabeza.
—Ella no viene con nosotros. Vamos a comer.
A Henry se le iluminó la cara.
—¡Sí! ¡Voy a comer con Madeline!
No dije nada. Solo salí a la calle, le hice la parada a un taxi y me metí.
Mientras la ciudad se desdibujaba tras la ventanilla, yo miraba hacia afuera en silencio.
Madeline era su primer amor. Siempre lo había sido.
No se casaron en ese entonces porque ella se fue a estudiar al extranjero y la familia de él lo obligó a casarse conmigo. Fue un arreglo de negocios.
Todavía recuerdo la noche en que descubrí la verdad. No pude dormir por días. Quizá desde entonces he vivido como en un sueño.
Pero ¿ahora? Ahora estaba despierta.
En esta vida, iba a estar sobria.
Esta vez, me alejaría antes de volver a hundirme.