La noche se profundizó, tejiendo su manto de sombras y susurros sobre el campamento. El sueño, cuando al fin los venció, fue un territorio inestable, poblado por los ecos de sus pactos y las heridas que ambos cargaban. Horus, acostumbrado a la vigilia alerta del soldado, cayó en un duermevela inquieto. Hespéride, junto a él, flotaba en un estado similar, su conciencia mágica siempre rozando la superficie de lo real.En las horas más oscuras, antes del amanecer, un movimiento brusco rompió la frágil calma. Horus, sumido en la turbiedad de un sueño que mezclaba el campo de batalla con el aroma dulzón de la leche, se revolvió. Sin una conciencia plena, impulsado por un instinto primal que la razón dormida no podía contener, se posó sobre ella. Su peso, sólido y abrumador, la inmovilizó contra las mantas.Hespéride despertó al instante, pero no con un sobresalto de pánico. Sus ojos violetas se abrieron, captando la tenue luz de las estrellas que se filtraba entre las nubes. Vio la silueta
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