Al día siguiente, cuando Askeladd se dirigió a la habitación de Azucena, no cambió su costumbre: abrió la puerta de un solo golpe, sin llamar, sin pedir permiso, sin anunciarse. El marco de madera golpeó la pared con un sonido seco que rompió el silencio de la estancia. Y entonces la vio.Azucena estaba completamente desnuda, a mitad de colocarse un sencillo vestido. El lienzo claro de la tela descansaba entre sus manos, pero aún no cubría nada de su cuerpo.Al verla, Askeladd se detuvo, paralizado por un instante que se sintió más largo de lo que realmente fue. Ella, sin embargo, no reaccionó como él hubiera esperado; no se cubrió, no gritó, no apartó la mirada. Se quedó quieta, observándolo con absoluta serenidad, sin rastro de sorpresa, de pudor ni de nerviosismo. Sus ojos lo miraban como si nada en esa situación fuera digno de incomodidad.Askeladd, inquieto por la falta de reacción, giró bruscamente sobre sus talones para darle la espalda.—¿Por qué te quedas ahí parada? ¡Vístete
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