Kevin se miró al espejo. El traje a la medida caía con elegancia sobre su cuerpo, el cabello perfectamente arreglado lo hacía lucir como un hombre imponente, el heredero que cualquiera envidiaría. Sin embargo, detrás de esa imagen perfecta, no había ni un rastro de felicidad. Al bajar las escaleras, sus ojos se encontraron con Eva. Verla lo enfurecía. No porque fuese indiferente, sino porque, aunque lo odiara admitirlo, ella era la única capaz de hacer que su corazón latiera con fuerza. Eso lo destrozaba: seguir sintiendo por la mujer que, según él, más daño le había hecho. —Tu madre me pidió que te entregara esto —dijo Eva, extendiéndole una pequeña caja. Kevin la tomó y, al abrirla, encontró un anillo de compromiso que brillaba con intensidad. Era hermoso, justo del estilo que a Leandra le fascinaba. —Lo que pasó la otra noche no significó nada —habló con frialdad, como si se tratara de un simple desliz—. Estaba ebrio. No te hagas ilusiones, Eva, mi corazón pertenece a algui
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