La propiedad en Windermere se alzaba como una joya discreta entre colinas verdes, con columnas de mármol y ventanales que reflejaban el cielo. El auto se detuvo frente a la entrada principal, Isabelle bajó sin esperar, su abrigo ondeando con la brisa suave del mediodía. Dentro, el salón principal estaba dispuesto para la presentación: una mesa larga, pantallas encendidas, carpetas con el logotipo de Eterna en cada asiento. Los inversionistas ya estaban allí, algunos revisando documentos, otros conversando en voz baja. Isabelle reconoció a dos representantes del Ministerio de Cultura italiano, sentados juntos, observando con atención. James se acercó a ella con una carpeta en mano. —¿Lista? —preguntó, sin tono burlón esta vez. —Más que tú —respondió ella, tomando la carpeta sin mirarlo. La presentación comenzó con una breve introducción del anfitrión, luego James tomó la palabra. Habló con precisión, destacando la importancia de restaurar el monasterio abandonado en Umbría, u

La cena había terminado, pero algunos invitados aún se movían por la propiedad, explorando rincones, conversando en voz baja. James se había retirado a una de las salas interiores, un espacio más íntimo, con luz tenue y paredes cubiertas de estanterías antiguas. El aire olía a madera y vino. Estaba solo, o eso pensaba, hasta que Isabelle apareció en el umbral. —¿Te escondes? —preguntó ella, con una copa en la mano y esa sonrisa que no pedía permiso. —Solo necesitaba aire —respondió James, sin moverse del sillón donde estaba sentado. Su voz era firme, pero sus ojos la seguían con precisión quirúrgica. Isabelle entró sin esperar invitación. Caminó despacio, como si cada paso fuera parte de una coreografía. Se sentó en el brazo del sillón, demasiado cerca para ser casual. —¿Aire… o distancia? James giró el rostro hacia ella. Su mandíbula estaba tensa, como si cada palabra que no decía le costara esfuerzo. —No estás siendo justa. —¿Justa? —repitió ella, fingiendo sorpresa—

La lluvia golpeaba con insistencia los ventanales de la mansión Moore. El despacho de James, normalmente un refugio de orden y concentración, parecía hoy más oscuro, más cerrado. Las estanterías de madera noble, los planos del proyecto *Eterna* extendidos sobre el escritorio, y el leve aroma a whisky viejo componían un escenario de tensión latente. James estaba de pie, revisando una serie de bocetos. No levantó la vista cuando Noah entró sin tocar. —¿No sabes llamar? —murmuró James, sin girarse. —¿Y tú sabes cuándo parar? —respondió Noah, cerrando la puerta tras de sí. El silencio que siguió fue más elocuente que cualquier saludo. James dejó el lápiz sobre el escritorio y se volvió lentamente. —¿Qué quieres? —Que te alejes de Isabelle. James soltó una risa seca. —¿Y tú quién eres para pedirme eso? ¿Su esposo por obligación? ¿El hombre que no la toca, no la mira, no la escucha? Noah se acercó, sin perder la compostura. —No necesito quererla para saber que tú no debe

Isabelle se había cambiado su blusa que estaba manchada, estaba de pie frente a James, los ojos fijos en los suyos. La luz tenue del cuarto parecía envolverlos en una burbuja de confesiones. —¿Amas a Sophie? —preguntó, sin rodeos. James negó con la cabeza, sin apartar la mirada. —No. Isabelle se acercó un poco más, como si necesitara que la respuesta se asentara en el aire. —¿La amaste alguna vez? James dudó. El silencio se alargó apenas unos segundos, pero Isabelle lo sintió como una eternidad. —Sí —respondió al fin, con honestidad. Isabelle no se movió por un momento. James estaba sentado, y ella sin decir nada se acomodó encima, con las piernas a cada lado de las suyas. Sus manos descansaban en sus hombros, sus ojos clavados en los de él. —¿La amaste más que a mí? James la tomó por la cintura, con firmeza pero sin brusquedad, y la atrajo más cerca. Su voz salió baja, casi como un susurro que solo ella podía oír. —Sophie logró hacerme olvidarte… por momentos. M

Mas tarde, Isabelle caminaba con paso firme por el pasillo, buscando a James. Lo encontró en el estudio, con la puerta entreabierta. Entró sin anunciarse. James no estaba solo. Sophie estaba frente a él, visiblemente alterada. —Tienes que hacer algo —decía Sophie—. No puedes dejar que Noah la eche. ¡Es Miranda! James suspiró, frotándose el puente de la nariz. En ese momento, vio a Isabelle. Sophie también la vio. Su expresión se endureció. —Claro —dijo Sophie, caminando hacia Isabelle—. Todo esto es tu culpa. James se interpuso antes de que Sophie pudiera acercarse más. —No, Sophie —dijo con firmeza—. Isabelle no tiene la culpa de lo que Miranda hizo. —¿Y tú sí? ¿Vas a dejar que la echen como si fuera una extraña? James bajó la mirada por un segundo, luego la sostuvo. —No puedo evitarlo. No después de lo que pasó. Sophie lo miró como si no lo reconociera. —Entonces si Miranda se va, yo también. James tragó saliva. Su voz fue suave, pero clara. —No puedo det