El aire dentro del calabozo de la Fundación Castillán era espeso, cargado de humedad y con un olor metálico que se impregnaba en la garganta. Clara llevaba horas intentando mantenerse despierta, apoyada contra la pared de piedra. Sus muñecas marcadas por las esposas dolían cada vez más, pero lo que en verdad le consumía era la impotencia: sabían que afuera, el mundo se movía, que Alejandro, Emma, Lucía y Rodrigo estarían trazando planes, y aun así ellos permanecían allí, encerrados como animales.Mateo se arrastró hasta ella, con el rostro endurecido por la rabia contenida.—Tienes que beber un poco —le murmuró, ofreciéndole la pequeña botella que había logrado esconder entre su ropa antes de que los encerraran.Clara la rechazó con la cabeza, sus labios secos.—No… tú lo necesitas más.—Clara —replicó él, con un tono firme—, no me contradigas ahora.Le acercó el agua a los labios y ella, resignada, bebió apenas un sorbo. El líquido estaba tibio, casi desagradable, pero le devolvió fu
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