Las confesiones de la noche habían abierto una compuerta en Bianca. La avalancha de emociones—el terror de la agresión, la humillación del pasado, el dolor de la pérdida, la gratitud por la bondad de Lorena—la abrumó. Las lágrimas, contenidas durante días, finalmente brotaron. Sollozó, un llanto que venía desde lo más profundo de su ser, un desahogo por toda la montaña rusa de sensaciones y emociones que había experimentado. Lorena, sin dudarlo un segundo, abandonó su asiento. Se acercó a Bianca y la envolvió en un abrazo cálido y efusivo, demostrándole con ese gesto que estaba allí, a su lado, que la apoyaría sin reservas. Bianca se aferró a ella, sus manos temblorosas aferrándose a la tela del vestido de Lorena como un náufrago a su salvavidas. —No te preocupes por nada, mi niña —susurró Lorena, su voz cargada de cariño, mientras le acariciaba el cabello con ternura—. Estoy aquí. La vida ha sido dura contigo, sí, lo sé. Pero siempre hay personas buenas, y yo soy una de esas que se
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