El sitio era magnífico. Cuando la camioneta se detuvo frente a una casa de estilo colonial, de paredes blancas y tejas rojas, Bianca se bajó con lentitud, sus piernas aún débiles, y comenzó a admirar todo.
Un jardín exuberante se extendía frente a la casa, con flores de colores vibrantes y árboles altos que ofrecían una sombra acogedora. El aire era más puro, y el sonido de los pájaros era lo único que interrumpía la paz. Lorena, siempre a su lado, se convirtió en su soporte, guiándola con suavidad.
En el interior, la casa era espaciosa y luminosa, con muebles de madera oscura y detalles que hablaban de una vida vivida con gusto. Había gente allí—la servidumbre, pensó Bianca, moviéndose con eficiencia y discreción, acatando las órdenes de Lorena con respeto y familiaridad.
Le asignaron una habitación acogedora, con una cama cómoda y una ventana que daba al jardín. Era un lujo que no esperaba, una comodidad que la hacía sentir aún más avergonzada de ser una carga.
Más tarde, ya más des